IV. BAJO Y DESPACIO DESDE ESTADOS UNIDOS.
Los dos años transcurridos como integrante de la Plana Mayor del buque insignia de la Armada fueron de intensa actividad, tanto en navegación como durante los períodos en puerto.
Las etapas en el mar eran prolongadas y recorrimos todo el litoral marítimo realizando ejercicios con aeronaves en distintas condiciones de mar, diurno y nocturno.
Me desempeñaba en la cubierta de vuelo, donde el personal vistiendo uniformes con distintivos colores según sus tareas, actuaba en coordinación digna de ballet para asegurar el éxito de las operaciones con la máxima seguridad.
En la cubierta actuaban diferentes equipos responsables de cumplir una tarea específica que se eslabonaban hasta concluir la operación. Desde el grupo que recibía los aviones procedentes del hangar a través de los ascensores y los estacionaba en la cubierta de vuelo, hasta el oficial que daba la orden para su despegue o catapultaje; tractoristas, encargados de los calzos o trincas para inmovilizar el avión en cubierta, directores de cubierta para puesta en marcha y rodaje, encargados de operar matafuegos, rescate de tripulaciones en caso de accidentes vistiendo trajes de amianto, “gancheros” para liberar el gancho del avión del cable de cubierta luego del anavizaje, etc., todos eran eslabones intermedios de esa cadena que era tan fuerte como su eslabón mas débil, y en este aspecto el adiestramiento continuado en puerto aseguraba que el nivel de fallas fuera el mínimo, sin debilidades.
En cubierta también operaban los encargados de los sistemas de electricidad para la puesta en marcha, maquinaria de los cables de frenado y catapulta, aprovisionamiento de combustible, de armamento, nadadores de rescate para casos de salvataje en el agua, etc.

De los 70 hombres que componían nuestra división de la cubierta de vuelo, 50 de ellos eran conscriptos, la mayoría del interior del país en su primer contacto con el mar. Poco tiempo después de su incorporación y luego de un arduo entrenamiento se desplazaban por la movediza cubierta de vuelo entre aviones con hélices en movimiento de día o de noche, orgullosos de las diversas tareas que desempeñaban. Durante esos dos años, a excepción de un tractorista que en una mala maniobra cayó a uno de los balcones laterales del buque, sin mayores consecuencias físicas, no hubo que lamentar ningún accidente del personal de cubierta.
La pista de 160 metros de largo y 8º angulada con respecto a la crujía del buque, tenía 6 cables para su frenado en una zona de 30 metros.
Los aviones que operaban eran los Grumman Tracker S-2A de exploración y guerra antisubmarina, con un peso máximo de 11900Kg., propulsados por dos motores Wright R-1820-82A, con hélices tripala y equipados con sistemas para la guerra antisubmarina y armamento para tal fin, como bombas, cohetes y torpedos antisubmarinos.
Los “Búhos” operaban día y noche, y sus enganches se escuchaban en la mayor parte del buque cuando con casi 9000Kg. tocaban la pista a unos 160Km. por hora.
Para el despegue podían utilizar la carrera libre que requería bastante menos de los 214 metros de pista que tenía axialmente el portaaviones. Pero, en nocturno era mandatario por seguridad en la maniobra la utilización de la catapulta, que los aceleraba más y tenían una actitud de franco ascenso cuando abandonaban la proa del buque.
También operaban los North American T-28P de la Segunda Escuadrilla Aeronaval de Ataque. Estos aviones eran T-28-F modificados en el Arsenal de Punta Indio para que pudieran operar a bordo. Fueron transformados 12 aviones en un comienzo y luego 2 más para reemplazar las pérdidas sufridas por accidentes, y los trabajos particularmente se centraron en reforzar el cono de la cola donde se instaló el gancho de frenado; así también se modificó la horquilla del tren de aterrizaje de nariz. Fue necesaria la instalación del sistema hidráulico para subir y bajar el gancho y su correspondiente mando en la cabina delantera.
Otras reformas fueron la instalación en el mando del acelerador de un sistema para "puentear" el limitador de potencia en caso de ser necesaria la máxima disponible y hasta se limaron algunos centímetros las puntas de pala de las hélices para reducir el riesgo de un toque con la cubierta de vuelo.
El otro tipo de aeronave que operaba era el helicóptero Aerospatiale Alouette III, utilizado en propósitos generales, particularmente como aeronave de rescate.
Durante las operaciones de vuelo diurnas de aterrizajes o despegues, siempre se disponía de un helicóptero en estación de vuelo sobre el portaaviones equipado con un guinche para el izado desde el mar de los sobrevivientes en caso de amerizaje de una aeronave durante esas fases críticas de las operaciones. El helicóptero transportaba un grupo de nadadores de rescate, que se lanzaban al mar para socorrer en el agua a los náufragos y ayudarlos en la sujeción de la eslinga con la cual serían izados a bordo mediante el guinche de la aeronave.

Para los helicopteristas era una tarea tediosa, pero gracias a ella se salvaron muchas vidas, entre ellas la mía años más tarde.
Durante las operaciones de vuelo nocturnas se contaba con un destructor que navegaba en cercanías del portaaviones, listo para desplegar embarcaciones menores para el rescate, ya que el Alouette no estaba capacitado para esa tarea de noche.

Una de mis funciones era controlar el sistema óptico que daba la pendiente de aproximación a la cubierta. Este sistema reemplazaba al espejo que reflejaba la luz de focos, originando la “pelota” con su haz lumínico, como tenía el “Independencia”.
El sistema nuevo era una plataforma estabilizada giroscópicamente que mantenía una doble columna de luces que se proyectaban con diferente intensidad y color para materializar la pendiente de aproximación que veía el piloto como una “pelota” luminosa con respecto a las referencias de luces verdes horizontales. Su intensidad era máxima en la pendiente correcta, débil por encima de ella y llegaba a ser roja cuando se volaba debajo de la pendiente.
Con un simple mástil de altura variable y un espejo a 45º en la parte superior, yo podía corregir la pendiente verificando la pelota en el punto de toque deseado del gancho del avión, entre cables 3 y 4, y con la altura del mástil graduada según el avión que operaba, para tener la posición de la visual del piloto en el momento del toque en cubierta con la pelota centrada.
Cuando por razones de mar gruesa el movimiento de buque superaba en cabeceo la inclinación de la pendiente, el sistema no mantenía la estabilización por seguridad y en estos casos la aproximación se realizaba solamente bajo el control por radio del señalero de aterrizaje.
Los períodos de navegación se extendían entre dos o tres semanas con una actividad que no tenía interrupciones en las operaciones de vuelo. En los momentos de descanso el punto de reunión era el “Salón de Fumar”- llamado así por ser uno de los pocos espacios autorizados a encender fuegos, ya que por los miles de litros de aerocombustible a bordo, el peligro de un incendio era una permanente preocupación-.
En el lugar se reunían la Plana Mayor del buque y los pilotos embarcados luego de las actividades del día y podía disfrutarse de improvisados conjuntos musicales con los que rivalizaban las distintas unidades que operaban.
Existían muchos juegos de mesa, y entre ajedrez, truco, bridge, “tute” y “chuña”, se terminaba la jornada.
También la concurrencia al cine era grande. Se habilitaba uno de los tres hangares para la proyección de películas que luego de vistas se intercambiaban con el crucero u otros buques con facilidades de este tipo.
Estábamos acostumbrados a que las sillas se desplazaran siguiendo el movimiento de rolido del buque cuando este era intenso, y en oportunidades debía suspenderse la función.
Tampoco era extraño el fuerte ruido que producía un “Búho” enganchando en la cubierta sobre el hangar-cine, luego de una misión nocturna.
A la capilla del portaaviones concurríamos a misa durante las navegaciones, y allí fue bautizado mi hijo Rodrigo durante un período en Puerto en 1971.

En el mes de mayo de 1970, aprovechando una licencia entre navegaciones, retomé el vuelo en la Base Espora. Me readapté al T-28 y realicé el adiestramiento necesario en prácticas de aterrizaje en tierra para portaaviones (PTAP), con el objetivo de volar como adscripto a la Segunda Escuadrilla de Ataque durante los embarcos.
A partir de la siguiente navegación en la que realicé mi calificación a bordo con 14 enganches, en todas las etapas de navegación siguientes efectuaba un refresco de PTAP previo a la zarpada, y luego volaba desde el buque, donde llegué a completar en los dos años 33 enganches.
En otra oportunidad encabecé una visita a la Escuela apadrinada por el portaaviones que se encontraba en la ciudad de Santa Cruz, lo que me permitió compartir la cabina de un C-45 y regresar al vuelo de traslado, ya que me había convertido en un piloto de circuito de aterrizaje.

Para complementar la falta de vuelo, que en dos años no alcanzó las 70 horas, me dediqué al otro extremo en la presión atmosférica.
Con todo el apoyo del Comandante del Portaaviones, el Capitán de Navío Marcos Oliva Day, realicé durante los fines de semana un curso de buceo deportivo en la Universidad Nacional del Sur, que luego de varios meses de clases teóricas y prácticas en pileta, complementamos durante el verano de comienzos de 1971 en Puerto Madryn con la práctica en el mar, llegando a obtener la habilitación como buzo deportivo dos estrellas. Habíamos realizado orientación submarina, descendido a 30 metros de profundidad y experimentado buceo nocturno.
A partir de entonces, cuando el buque fondeaba en Golfo Nuevo, salía con los buzos del portaaviones a realizar descensos, aunque en invierno solo pudiésemos aguantar poco tiempo las bajas temperaturas del mar, aun con gruesos neoprenes.
El buceo deportivo pasó a ser una actividad que incorporé desde esa época, y regresé periódicamente a practicarlo al Golfo Nuevo, acompañado por mis hijos que también lo realizan en la actualidad.
En mis ratos libres preparaba las materias que durante dos años cursamos los Pilotos Aviadores, para rendirlas en la Escuela Naval Militar. De aprobarlas, tendríamos la posibilidad de cambiar al Cuerpo de Comando y acceder a una carrera sin limitaciones del grado máximo a alcanzar. Este curso llamado de Transición era una de las condiciones; además se tomaría en cuenta el desempeño hasta el ascenso al grado de Teniente de Navío donde se producía el cambio.
Durante los años transcurridos como Piloto aviador, por no haber cursado la Escuela Naval, no faltaron actitudes de algunos pocos que demostraban cierto menoscabo por nuestro origen. Recuerdo en particular a un oficial, no aviador naval, que se desempeñó como profesor de una materia en el curso de Aplicación que yo cursaba junto a otros aviadores que habían realizado la Escuela Naval. Mi calificación en el examen final fue promediada con una nota de concepto general que la bajó drásticamente. No admitía que mi calificación final fuera mayor que la de los otros oficiales aviadores.
Años más tarde este oficial demostró tener muy poco coraje durante el conflicto Malvinas y allí terminó su carrera naval.
Mucho antes habían puesto final a su carrera en la Aviación Naval diez de la docena original de mis compañeros de promoción.
La mayoría, desanimados por las perspectivas en la futura carrera y tentados por la oferta de sueldos tres veces superiores que obtenían en las aerolíneas comerciales; otros, con secuelas de los sucesos de abril de 1963 y posteriores actos de indisciplina en vuelo que culminaron con arrestos graves, tales como separarse de una división en vuelo con NA-AT6 y realizar acrobacia en formación en sección ante la incredulidad del líder de los cuatro aviones.
Américo Videau perdía la vida años más tarde en La Pampa, cuando volando su avión fumigador se estrellaba e incendiaba.
A comandantes de Boing 747 llegaron Carlos Puentes, Carlos Ardalla, Mario Massolo, Carlos Mesa y Jorge Dejean, mientras que primero en Austral y luego en Aerolíneas Argentinas se desempeñaron Roberto Wilkinson y Jorge Badih.
Otra historia tuvo Raúl Machado, que primero voló en Austral, más tarde en Aerolíneas Argentinas, y luego de ser subdirector provincial de aviación en Río Negro regresó a la línea comercial con Dinar.
El caso Hugo Sánchez fue particular, pues abandonó el vuelo siendo Comandante de Boeing 737 para dedicarse al mantenimiento de jardines y la vida naturista.
Para 1970, sólo Eduardo Figueroa, con una extensa campaña como piloto de transportes, y yo quedamos en actividad de la Promoción V de Pilotos Aviadores.

En enero de 1972 el portaaviones se trasladó a los Estados Unidos para traer en su hangar los aviones Douglas A-4Q Skyhawk recién adquiridos. Yo no fui de la partida; en diciembre de 1971 me comunicaron que había sido designado para integrar la comisión de traslado en vuelo desde los Estados Unidos de tres Pilatus PC-6B/H2 Turbo Porter, fabricados bajo licencia en la Fairchild, y que se habían adquirido para Propósitos Generales. Para esa fecha se operaba uno en la Antártida como transporte ligero, y había protagonizado el salvamento de científicos de la base británica Fossil Bluff en agosto - septiembre de 1971, entre sus múltiples actividades.
A mediados de enero del siguiente año llegábamos a Washington, en un duro invierno, las tres tripulaciones compuestas de piloto, copiloto y mecánico.
Realizados los trámites de rigor en esa ciudad, permisos de sobrevuelos y visas para los diferentes países a recorrer, nos instalamos en Hagerstown (Maryland) para recibir las clases teóricas del avión y la correspondiente habilitación en vuelo diurno y nocturno. Era mi primera experiencia en turbohélice, ya que una Pratt & Whitney PT-6-A-20 de 550 HP, con hélice tripala era el propulsor.
En una semana completamos el adiestramiento, la recepción de los aviones con vuelos de aceptación y afinamos los detalles de la navegación que sería en formación y bajo condiciones visuales.
De los tres aviones, dos estaban equipados con tanques de ala suplementarios; al tercero para que tuviera la misma autonomía de vuelo se le habían instalado dos tambores de 200 litros cada uno en el interior de la cabina de pasajeros, y una bomba eléctrica y tuberías para trasvasar el combustible al sistema del avión.
La alimentación al motor desde estos tambores se haría una vez en vuelo nivelado de crucero, cortando la alimentación desde en tanque integral del ala y conectando la bomba eléctrica del sistema de tambores. Se debería vigilar atentamente la presión de combustible por posibles caídas en caso de existir aire atrapado en la tubería, e inmediatamente conectar la alimentación del avión para evitar la “plantada” de la turbina. Tampoco existía un indicador del combustible remanente en los tambores, por lo tanto debía calcularse por tiempo y flujómetro lo consumido y estar muy atento a la caída de presión para retomar del tanque principal. El mecánico cada tanto golpeaba los tambores y afinaba el oído para adivinar cuanto restaba en el interior.
Yo era el más moderno de los tres pilotos - los dos restantes eran Tenientes de Navío-, así que me hice cargo del engendro.
El Porter es un pequeño avión de 11 metros de largo y una envergadura de 15 metros, con gran capacidad de carga; siete pasajeros o 1000 kilogramos y preparado para aterrizajes y despegues en campos muy cortos.

Equipado con ruedas muy anchas en su tren fijo, de tipo convencional, le permite la operación en terrenos poco preparados y también tiene la posibilidad de instalación de esquíes para la nieve.
Si bien es un avión sencillo, la utilización del modo Beta en la aproximación final causaba imprecisiones en el momento de nivelar para el toque, con oscilaciones en la nariz que podía llevar al toque de las palas de hélice en caso de descuido.
Para quienes habíamos volado con tren convencional, el problema era menor; no así para los tres copilotos que estaban acostumbrados al tren triciclo. Lo único extraño era volar con la mano izquierda sobre un bastón en lugar del volante típico en una disposición de controles para piloto y copiloto.
Para fines de enero, con unas 15 horas de vuelo en el avión, dejábamos Hagerstown para ir a Spartanburg en Carolina del Norte. Realizábamos el vuelo a bajo nivel para no entrar en aerovías y a la velocidad muy baja de crucero del avión, unos 200 kilómetros por hora. El copiloto del avión líder, el Teniente de Corbeta Jorge Cuyas se ocupaba se las comunicaciones. Hasta la primera escala el tiempo nos acompañó, luego comenzó a nevar con cielos cerrados durante cuatro días.
En la pequeña ciudad ya éramos conocidos. Todas las mañanas dejábamos el hotel para ir al aeropuerto a esperar que mejorara. Cuando caía la noche ya habíamos hecho nuevas reservaciones y así al siguiente día. Nos hicieron reportajes en el Aeródromo, que fueron publicados en el diario local con profusas fotos de los Argentinos y los simpáticos aviones que trasladábamos.
El último día de enero cumplimos la etapa a New Orleans. Lo que me llamó más la atención en ambas navegaciones fue la cantidad de aviones que cruzamos en vuelo, algo inusual cuando uno volaba en nuestro país y más en la Patagonia.
Con los diferentes niveles de vuelo en las aerovías, otorgados por las autoridades de control, aviones de todo tipo, civiles y militares, concurríamos a esas áreas de tanta densidad de vuelo.
Luego de haber conocido la Bourbon Street y el río Mississippi, bordeando el golfo de México nos dirigimos a la ciudad de Brownsville, en la frontera con ese país, previa escala para completar combustible en Galveston. Habíamos empleado casi 16 horas para recorrer el territorio de los Estados Unidos.
En Veracruz, nuestra siguiente escala, ya en México, realicé un turno de vuelo de instrucción en pista para habilitar a los tres copilotos que no habían completado todos los aspectos del aterrizaje en campos cortos y especiales.
El primer cruce de la cordillera lo hicimos entre Veracruz y la cuidad mexicana Tapachula sobre el Pacífico, luego de un frustrado intento por nubosidad que nos obligó a regresar.
El cruce requirió no sobrepasar los 3000 metros, altura sobre la cual deberíamos usar oxígeno, por no tener el avión cabina presurizada. Tampoco tenía instalación para el uso de oxígeno.
La real aventura comenzaba. Volar Centro América hasta Perú, sobre un tupido manto verde que desde la línea de costa hacia el interior, trepando las elevaciones, le daba una continuidad sólo interrumpida por algún lago o altas montañas.
Tratábamos de volar sobre la línea de playas para tener la posibilidad de un aterrizaje en caso de fallas del único motor. La selva, de enormes árboles, no era el mejor lugar para intentar aterrizar en emergencia, por el consiguiente peligro de desaparecer de la superficie verde y quedar varios metros abajo sin posibilidad de rescate en caso de sobrevivir el aterrizaje. Muchos aviones han sido “tragados” literalmente en esas zonas. Comentábamos risueñamente que tampoco el mar era buen lugar, por los tiburones, y en las playas podíamos observar grupos de chozas e indígenas en canoas recorriendo ríos que desembarcaban al mar. ¿Serían reductores de cabeza?. En fin, debíamos confiar en la PT6 y no hacer otra cosa más que admirar la naturaleza desde ese lugar tan privilegiado que se desplazaba bajo y lento, muy lento.

De esta manera fuimos completando etapas, primero El Salvador, luego Costa Rica y más tarde Panamá.
Debíamos volar evitando las horas de máxima inestabilidad meteorológica, luego del mediodía, cuando se formaban nubes de desarrollo vertical con fuertes lluvias. Volamos siempre esquivando los Cumulus Nimbus tan comunes en esa región. De las nevadas de Spartanburg, habíamos pasado a las tórridas temperaturas durante el día y la noche.
La siguiente escala era uno de los vuelos mas comprometidos. El tramo a la ciudad de Cali en Colombia no tenía prácticamente alternativas y deberíamos cruzar la cordillera para llegar a esa ciudad que nos ofrecía combustible JP-1 para las turbinas.
Hasta Panamá habíamos tenido un buen apoyo meteorológico, donde la Base Americana Howard era el último punto con excelente información.
El largo trecho desde Panamá a Colombia se cumplió sin problemas hasta llegar a la cordillera, que debíamos pasar para entrar en Cali. Una compacta nubosidad tapaba los valles del acceso y sin posibilidades de ir por arriba de las nubes por falta de equipo de oxígeno, debimos recurrir a la alternativa, el aeródromo de Buenaventura sobre la costa. En esa época de Aeródromo sólo tenía el nombre: era una picada en la selva, pista de césped despareja, una construcción de madera a modo de torre de control a donde el operador, con el torso descubierto corrió a cubrir las comunicaciones ante la presencia de los tres aviones que evolucionábamos en la zona.
Luego del aterrizaje pudimos confirmar, que como decían las publicaciones de tránsito aéreo, no tenían combustible para turbinas.
Debíamos esperar el siguiente día para intentar nuevamente entrar en Cali, a efectos de poder cargar combustible y seguir.
Luego de amarrar los aviones, iniciamos el traslado a través del camino fangoso rodeado de selva hacia el pueblo a bordo de la caja de un viejo camión que era el único vehículo en el lugar. Gracias al edificio del destacamento de la autoridad marítima, pudimos pasar la noche en una habitación.
Para entrar y salir de Cali al día siguiente, tuvimos que volar algo por arriba de los 3000 metros, y por poco tiempo superamos los 4000, cosa que no llegó a afectarnos.
Luego de completar el combustible y de reparar una pérdida de aceite que a través de una manguera de lubricación tenía uno de los aviones, -y de intensificarse ponía en riesgo la operación del motor-, nuevamente sobre la selva Colombiana nos dirigimos a Guayaquil.
En esa ciudad y posiblemente por la ingesta de agua en destinos previos, uno de los pilotos debió ser internado por la deshidratación que presentaba por diarrea y vómitos. En la siguiente etapa a Lima, con escala en Talara, mi copiloto, el Teniente de Fragata Urtubey voló a la izquierda del convaleciente Teniente de Navío Oscar Arce, mientras que el Teniente de Corbeta Carlos Perrone lo hacía conmigo.
En Lima debimos realizarle a los aviones las inspecciones correspondientes a 50 horas de vuelo que habíamos ya registrado.
Para cruzar la cordillera con un nivel de 3000 metros debíamos llegar a Puerto Montt.
Primero volamos el desértico sur de Perú y norte de Chile, haciendo escala técnica en Arica para luego arribar nocturno a Antofagasta después de 8 horas de vuelo en el día. En la jornada siguiente arribamos a Santiago, luego de una escala técnica en La Serena, a partir de la cual el paisaje dejaba su aspecto desértico para mostrar el verde de su terreno corriendo entre la cordillera de los Andes y el Océano Pacifico.
Más al sur, en clima templado, habiendo despegado desde Puerto Montt luego de cargar combustible y dejando el Tronador a nuestra derecha, mientras ingresábamos por el valle con 3000 metros, poníamos proa a la Base Aeronaval Trelew, sobrevolando el Nahuel Huapi.
Al jefe de la comisión, el entonces Teniente de Navío Enrique Isola lo esperaba la familia en esa Base, que sería asiento de los aviones conformando la Escuadrilla de Propósitos Generales.
Arribamos dos días después a la Base Espora luego de 26 días de navegación, con 20 escalas y más de 75 horas de vuelo. Stella, al ver los aviones, no podía creer que con ellos hubiésemos viajado desde los EE. UU. Yo tampoco, pero era una realidad.
Después de la presentación de los aviones y algunos vuelos demostrativos de sus capacidades, entre las que se contaba despegar y aterrizar con muy poco viento en la hache pintada para operación de helicópteros, los aviones regresaron a su definitivo asiento, pero yo permanecería en Espora. Había sido destinado a la Segunda Escuadrilla de Ataque y sería adiestrado en el país como oficial señalero de aterrizaje en portaaviones, curso que normalmente se realizaba en los Estados Unidos.