23 abril 2011

"YO FUI PILOTO AVIADOR NAVAL"



PROLOGO

I. ESTAFETA A MAR DEL PLATA

II. INCENDIO A BORDO!

III. INSTRUCTOR DE VUELO

IV. BAJO Y DESPACIO DESDE ESTADOS UNIDOS.

V. BIELA MAESTRA

VI. BAJO MINIMOS

VII. CORTES DE CABLE

VIII. CASI GUERRA

IX. EYECCION BAJO EL AGUA

X. MALVINAS

XI. PISTAS CON NIEVE

XII.ULTIMOS COMANDOS

"NUEVA PROMOCION DE PILOTOS NAVALES"

PROLOGO

PROLOGO

Este libro está dirigido a quienes les interesa la aviación militar, y especialmente la operación aeronaval en portaaviones.
En este relato, lo más objetivo posible, traté de evitar los juicios de valor, que quedarán para el lector, y mi mayor compromiso fue el de intentar abarcar el disímil nivel de conocimientos específicos en la materia de quienes encaren su lectura.
Pido disculpas a los conocedores del tema por la simplificación de la terminología para su mejor seguimiento por parte de aquellos no habituados a la misma. Es por ello que se unifican términos como altura, altitud y nivel de vuelo, o velocidad indicada, verdadera o absoluta, sólo con el propósito de no complicar lo medular del relato.
También la terminología marinera es aclarada y simplificada para la mejor comprensión del texto, y fue mi hija Guillermina, Licenciada en letras, quien me advirtió cuando yo utilizaba palabras de uso común en la profesión pero no en el lenguaje corriente.
Las experiencias vividas en muchos años de Aviador Naval las transmito en la forma más simple y directa, sin pretender que esta sea una obra literaria -muy lejos de mis posibilidades-, pero sí buscando que se ajusten a los hechos reales.
Quizá las fotos que acompañan digan más que las palabras sobre las diferentes etapas de mi carrera - que comenzó con viejas aeronaves militares a pistón y culminó operando reactores en portaaviones durante conflictos -, y sobre mi apasionamiento por el vuelo en general, que me llevó a tripular aviones de aeroclub, planeadores y hasta un globo aerostático.

Este libro lo dedico a la memoria de mi Segundo Comandante, el Capitán de Corbeta Carlos María Zubizarreta, muerto durante el conflicto Malvinas, y a la del Teniente de Fragata Marcelo Gustavo Márquez, también integrante de mi Escuadrilla y muerto en combate sobre nuestras islas irredentas.

ESTAFETA A MAR DEL PLATA


I. ESTAFETA A MAR DEL PLATA

Habían transcurrido cuarenta minutos desde el despegue y en el horizonte comenzaban a verse nubes bajas; al principio quebradas y mas tarde cerrándose en un manto blanco donde se reflejaba la luz del día.
El pronóstico que había recibido en la oficina de meteorología de la Base Aeronaval Comandante Espora, estimaba la ruta en condiciones visuales, con alguna formación dispersa de cúmulos humilis, llamados también de buen tiempo; y el destino previsto, la Base Naval Mar del Plata estaría con vientos leves y en condiciones de operación visual.

Este era el único tipo de operación para aproximar a la corta pista de césped en la Base de Submarinos, pues no tenía radioayudas para realizar una entrada por instrumentos en caso de baja nubosidad. Para esa eventualidad se utilizaba el aeródromo de Camet.
Tripulaba un North American Texan AT-6 de la Segunda Escuadrilla Aeronaval de Propósitos Generales, el tipo de avión que había utilizado durante el curso de aviador y en el cual tenía 180 horas de vuelo, llamadas duales por volar con instructor, y otras tantas como piloto desde que había dejado la Escuela de Aviación Naval un año atrás, además de haber sumado una experiencia de 200 horas en multimotores.
En vuelo nivelado noté que el horizonte artificial tenía una falla. Lentamente la barra del horizonte caía inclinándose, lo que mostraba al avioncito del instrumento como si estuviera en ascenso y en giro. Yo trababa el antiguo horizonte que funcionaba a succión, lo destrababa y luego de un corto lapso aparecía la imagen del avioncito girando en ascenso. Repetí la maniobra varias veces y siempre obtenía la misma respuesta. Esto no implicaba grandes problemas, era un soleado día del mes de julio y el horizonte terrestre me daba la referencia perfecta de mi posición en el espacio.
Los 550 HP del Pratt & Whitney sonaban de maravillas y yo, entonces joven, inexperto y vehemente Guardiamarina, disfrutaba de ese vuelo solo, llevando únicamente el portafolios de cuero con candado, que contenía documentos clasificados, amarrado con correas al asiento trasero.
Este vuelo llevando y trayendo correspondencia se realizaba semanalmente y era la oportunidad para los “michis” (así llamados amablemente los Guardiamarinas) de efectuar un vuelo rasante sobre la playa la mayor parte del trayecto, generalmente entre Necochea y Mar del Plata, donde la costa es más atractiva, y durante la época de verano a la concurrencia en las playas se le retribuía los saludos con movimientos de alas.
Esto no se reflejaba en el plan de vuelo presentado antes de partir, donde estipulábamos un nivel visual de traslado en altura.
Pasado el lateral de Tres Arroyos con 1500 metros de altitud, el tope de las nubes quebradas iban quedando por debajo del avión.
Continué mi navegación por estima sobre la capa que ya se mostraba más compacta y con agujeros de tanto en tanto que dejaban ver el terreno. Velocidad por tiempo me daba distancia recorrida y algunas referencias conocidas en tierra rescatadas entre los agujeros me fueron ubicando para iniciar el descenso a través de uno de ellos sin entrar en nubes.
Reconocí el sector próximo a Chapadmalal y en vuelo rasante bajo la capa nubosa me dirigí a la pista próxima al puerto de Mar del Plata. La base de las nubes estaba realmente baja y luego del aterrizaje un piloto destinado allí me preguntó, como al pasar, cuál era el “plafond” – altura de las nubes -, a lo que contesté evasivamente que estaba en condiciones visuales. Cumplidos los trámites de entrega y recepción de portafolios, luego de reabastecer el avión y ya pasado el mediodía inicié mi despegue de la pista de césped paralela a la Avenida que la separa del Club de Golf con arrumbamiento sur y la intención de seguir rasante sobre la playa hasta dejar la nubosidad y después trepar.
Cuando volaba por el través del faro Punta Mogotes le dirigí una mirada a la Escuela Complementaria de la Armada. Allí había transcurrido mi primer año en contacto con la Marina, atraído por un afiche de propaganda que mostraba en planta un avión parecido al F9F “Panther” con la leyenda “Usted puede volar este avión”. Vivía en Córdoba y fue un compañero del quinto año del Nacional que llegó con la novedad a nuestra clase. Algunos se interesaron, yo entre ellos, aunque mi vocación había sido hasta ese momento la Ingeniería. Ignoraba qué significaba ser Guardiamarina en comisión y luego de dos años de curso recibir el alta de oficial y las alas de Piloto Aviador Naval para alcanzar el grado máximo de Capitán de Corbeta en una carrera limitada y con diferentes tiempos de ascenso en cada grado.
Debía tener el bachillerato cumplido y mis 17 años estaban comprendidos entre las exigencias de edad requeridas. Tampoco me faltaba coordinación motriz, pues desde los 12 años conducía motos y autos amparado por mi hermano Guillermo, quién había oficiado de “instructor”
Del grupo que inicialmente adhirió con entusiasmo para rendir el examen de ingreso, sólo quedé yo, que el único vuelo que había realizado en mi vida era un cruce de Buenos Aires a Colonia en los viejos hidroaviones Sunderland y nunca había pasado seriamente por mi mente la aviación. Es más, vivía en Argüello a pocos kilómetros de la Escuela de Aviación Militar y veía volar frecuentemente a sus aviones con cierta indiferencia. Entre mis lecturas estaban “Vuelo Nocturno” o “Piloto sin Piernas”, pero no significaban una verdadera vocación. Los leía con el mismo entusiasmo que me despertaban “El Hombre Mediocre”, “Compulsión”, “El Lobo Estepario” o “Crimen y Castigo”.
El año nuevo de 1960 me encontró en Buenos Aires de pasada a Mar del Plata. Allí compartí algunas horas con mi primo Marcelo Fox, de extraordinaria facilidad para la escritura, quién, al conocer mis intenciones de ser piloto, garabateó con su especial sentido del humor una elegia dedicada a mi persona, en dos de cuyas estrofas expresaba:" El joven ya no volvió / las alas de gris acero / con que surcaba los aires / entre las olas cayeron”. “!Ay del que quiso volar / y llevado por su vértigo / cayó en brazos de la muerte / en las aguas del océano”. (Un presagio parcialmente cumplido años mas tarde).
Con este “aliciente”, que se sumaba a los mal disimulados temores de mi madre y mi hermana Cora, arribaba a Mar del Plata donde residía mi hermano Marcelo y con su tutoría me presentaba a la Escuela Complementaria de la Armada donde unos 120 aspirantes rendimos exámenes psicofísicos, caracterológicos y de materias básicas. De los 30 cursantes que iniciamos ese año la Escuela, 16 pasamos al segundo año, luego de recibir la instrucción militar y académica para aspirar a ser Marinos.
El segundo año y medio lo realizamos en la Escuela de Aviación Naval, en aquellos tiempos con asiento en Comandante Espora (Bahía Blanca). En junio de 1962, 12 Guardiamarinas recibíamos con orgullo las alas de Pilotos Aviadores Navales luego de unas 240 horas de vuelo incluyendo la navegación final hasta Ushuaia y aproximadamente 900 horas de clases teóricas.

Dejaba esos recuerdos a la vista de la ciudad de Miramar a mi derecha volando muy bajo sobre la playa y prestando atención a las evoluciones de los pájaros, especialmente gaviotas, sobre la línea de costa para evitar una colisión que provocara averías al avión.
La visibilidad iba en disminución y el techo de las nubes era cada vez más bajo. Estaba perdiendo referencias visuales y corría el peligro de quedar en vuelo por instrumentos a esa bajísima altura.
Decidí acelerar el avión mientras trababa por enésima vez el horizonte artificial y luego de destrabarlo inicié un rápido ascenso por instrumentos para superar el espesor de las nubes antes que se manifestara la falla. Toda mi atención la dediqué al horizonte artificial manteniendo el avioncito del instrumento sobre la barra horizontal en actitud de ascenso con las alas paralelas al mismo.
Cuando se vuela por instrumentos hay sensaciones que se reciben, distintas del predominio visual, a través del aparato vestibular y los receptores somatosensoriales. Su influencia en el organismo cuando provoca sensaciones diferentes a las que ciertos instrumentos muestran, puede llevar a la desorientación espacial, que es la percepción incorrecta de la actitud, altitud o movimientos de la propia aeronave en la relación a la tierra. Esto se manifiesta más intensamente volando aviones menos estables, con altas velocidades de rolido y con mayores aceleraciones como el caso de los aviones de combate.
Esta desorientación espacial es la causa de numerosos accidentes cuando un piloto, generalmente de poca experiencia, transforma un vuelo visual en instrumental y luego no sigue fielmente el instrumento principal que es el horizonte artificial y se deja llevar y confundir por sensaciones que recibe de los otros medios. El instrumento puede estar indicando la realidad, pero las sensaciones inducidas por los otros canales desorientan al piloto llegando a perder el control del avión. Un caso reciente sería el de John John, el hijo del presidente J.F. Kennedy cuando se accidentó volando nocturno sobre el mar por intentar mantener un vuelo por instrumentos para el cual no estaba debidamente calificado.
Habían transcurrido varios segundos en el ascenso por instrumentos y mantenía el avioncito del horizonte en su posición de ascenso nivelado cuando comencé a sentir raras sensaciones. Lleve la atención al “Palito” (Indicador de giro angular) y observe con horror que estaba inclinado, lo que significaba que giraba; el velocímetro mostraba un aumento de velocidad, indicando así que la nariz del avión estaba bajando; el altímetro se había detenido y comenzaba a señalar descenso; el “climb” (indicador de velocidad ascencional) más sensible que el altímetro, indicaba hacia abajo y el giro direccional estaba en movimiento, por lo que cambiaba de rumbo.
En el curso de aviador no me había destacado en la etapa de vuelo por instrumentos y menos con el llamado “panel parcial” que consistía en salir a volar en la cabina trasera bajo una capota de lona que nos impedía la visión exterior y con los instrumentos principales horizonte artificial y giro direccional trabados y tapados para evitar su uso. Era una lucha mantener las diferentes actitudes y trayectorias del avión por los retardos en la indicación de los instrumentos como el altímetro, accionado por un aneroide lo mismo que el “climb” y por diferencias de presiones como el caso del velocímetro. A las órdenes del instructor que mantenía vuelo por referencias desde la cabina delantera, realizábamos los ejercicios, y uno de ellos consistía en que el instructor llevaba al avión a las denominadas "posiciones no usuales”, con el avión en actitudes de nariz pronunciadamente arriba o abajo en giro y en ocasiones invertido y luego nos daba el control para que recuperáramos el vuelo recto y nivelado.
Ahora debía descreer del horizonte artificial, que me indicaba ascenso nivelado, y volar “panel parcial”.
Comprendí rápidamente la situación en que me encontraba, con el avión a baja altura, sin posibilidades de abandonarlo, entrando en una espiral descendente que irremediablemente iba a terminar contra el terreno. Sentí miedo y mientras trataba de centrar el “palito” para nivelar el avión y parar el descenso que indicaban los instrumentos gritaba. Eran gritos de mi inconsciente, que creía en Dios, y que no quería morir tan joven.
Sin visibilidad exterior, los instrumentos secundarios indicando con retardo variaciones que debía asociar con la posición del avión en el espacio y en contraposición a lo que mostraba el horizonte artificial, hizo falta una lucha que duró el tiempo suficiente como para parecer una eternidad.
Pero el “Tata” Dios se acordó de mí en esta que sería la primera de otras situaciones en que tuvo que ayudarme. En medio de la desesperación para controlar al avión vi el disco del sol apenas dibujado en las grises nubes y le apunté con la nariz del avión. Instantes después emergía de las nubes con el sol enfrente y al borde de la pérdida de sustentación por el ángulo de trepada.
Nivelé y noté que me temblaban las piernas. Las rodillas casi chocaban una contra otra.
Agradecí que era el mes de julio y el sol estaba bajo en el horizonte.
El resto del vuelo sobre la capa de nubes a Espora fue de profunda reflexión; sabía que había estado muy cerca de un fatal accidente.
Luego del aterrizaje, asenté en la planilla del avión 3-G-22 que el horizonte artificial fallaba; resto sin novedad. Era el día 12 de julio de 1963. Tenia 21 años recién cumplidos y había conocido a mi futura mujer hacía cuatro meses.
Stella se iría acostumbrando poco a poco a las anécdotas y particulares situaciones que viviríamos en el futuro. A decir verdad, antes de cumplirse un mes de conocernos ya había sufrido por los sucesos del 2 de abril de 1963.
Estos lamentables hechos ocurridos principalmente en la provincia de Buenos Aires entre los llamados Azules y Colorados de las Fuerzas Armadas, me encontraron destacado con la Escuadrilla en la Estación Aeronaval Puerto Madryn, cumpliendo las habituales tareas de cooperación con la Flota de Mar, que periódicamente, entre cinco y seis veces por año concurría a efectuar ejercicios en la zona de Golfo Nuevo.
Durante esa etapa realicé mi primera experiencia de operación a bordo del portaaviones A.R.A. “Independencia”, volando el North American SNJ-5C, una versión del AT-6 equipado con gancho de aterrizaje en el reforzado cono de cola, y luego de haber efectuado durante el mes de marzo más de 100 aterrizajes en la zona pintada sobre una pista de la Base Espora que simulaba el área de cables de frenado del buque y utilizando como ayuda a la aproximación el sistema “Espejo” similar al del portaaviones.
Después de haber completado mi calificación a bordo y estando en Puerto Madryn en la madrugada del 2 de abril nos despertaron para que a primera hora embarcásemos en el portaaviones. Ese día, los “michis” enganchamos sin novedades y así estuvimos hasta el 8 de abril. Por radio escuchábamos las noticias procedentes de Buenos Aires informando que nuestro portaaviones se dirigía hacia el norte “con una dotación de veinte Panthers preparados para el ataque!”.
Sin embargo los Panther que se encontraban en Punta Indio, cerca de Magdalena, jamás habían operado en nuestro Independencia por las limitaciones del tipo de catapulta que tenía, único medio para lograr el despegue del reactor desde el buque. Junto a los Panthers y desde Punta Indio, también empeñados en acciones, estaban los F4-U Corsario, que eran los únicos aviones de ataque que podían operar desde el portaaviones.
Nuestros SNJ-5C no estaban artillados y sólo eran aviones de adiestramiento.
A partir de esos hechos comencé a dudar de la información que nos llegaba por distintos medios. ¿La falsa noticia era una información realizada a propósito, como guerra psicológica o era simplemente la ignorancia sobre nuestras verdaderas capacidades y limitaciones?
Sólo en una oportunidad y con posterioridad a los hechos narrados -el 21 de julio de 1963- se produjo el enganche de un Panther, a pesar de que no estaba previsto que así fuera. Debía practicar únicamente aproximaciones a la cubierta y lo realizó el entonces Capitán de Fragata Justiniano Martínez Achaval, quien luego de algunos "toque y siga" bajó el gancho y tomó un cable, quedando a bordo. Al avión luego se lo desembarcó en puerto con una grúa y fue llevado por tierra al aeródromo. Así también fueron bajados los SNJ-5C el 9 de abril en la Base Naval Puerto Belgrano cuando el Portaaviones entró a la misma sin destacar antes los aviones.
Para trasladarlos a Espora debimos luego despegar desde una vieja pista que corría paralela al muelle y en la que en otros tiempos operaban aviones de la ex-Base Aeronaval Puerto Belgrano.

Los periódicos traslados a Puerto Madryn, cuando la Flota de Mar realizaba sus navegaciones a la zona de Golfo Nuevo, eran épocas de mucha actividad de vuelo.
Nuestra escuadrilla de Propósitos Generales tenía que realizar tareas tales como fotografiar los piques de los proyectiles de ejercicio sobre el agua, del tiro naval efectuado desde los cañones de los buques sobre los blancos remolcados por un buque de apoyo, o fotografiar el cruce de las estelas en inmersión de los torpedos de ejercicio lanzados desde buques o submarinos sobre blancos navales, y estas fotografías servían luego para verificar los resultados obtenidos.
Asimismo remolcábamos la “manga”, un blanco de tela que se desplegaba desde el avión, -para este caso el Beechcraft AT-11 o el Consolidated PBY-5 A Catalina-, que estaban adaptados para la tarea, con un sistema de cable que le permitía llevar a más de 300 metros la manga utilizada como blanco por la artillería de los buques. En una ocasión un piloto alarmado porque las explosiones del tiro antiaéreos se veían próximas a la nariz del avión transmitió por radio al buque “Informo que a la manga yo la remolco, no la empujo” a efectos de que mejoraran la puntería desde abajo.
Otros vuelos servían para calibrar los radares de los buques o simular ataques aéreos a la flota para la defensa antiaérea, pero la actividad más atrayente era la operación a bordo del “Independencia”.
El portaaviones navegaba rumbo hacia el viento para crear sobre su cubierta un “viento relativo” que era la suma del viento real y el producido por su velocidad de desplazamiento. De esta manera el avión que aproximaba desde la popa del buque tenía una menor velocidad de acercamiento a la pista, lo que favorecía la maniobra para el anavizaje.
Para incorporarnos al circuito de aterrizaje volábamos en formación paralelos al curso del buque por su banda de estribor, y luego de superarlo girábamos al rumbo opuesto individualmente con intervalos de un minuto mientras descendíamos a 300 pies de altura, al tiempo que configurábamos el avión con tren, flaps y gancho abajo y abríamos la cabina por seguridad, para facilitar el abandono del avión en caso de caer al agua.
Nuevamente en posición paralela al buque, pero con rumbo contrario, y antes de llegar a la pierna inicial de la aproximación realizábamos la comunicación por radio con la torre de control del buque, indicando que estábamos en condiciones de iniciar la maniobra para el aterrizaje. Por el través de la popa del buque comenzábamos el giro de aproximación por izquierda a básica, y en la mitad del mismo se estaba en condiciones, teniendo la altura correcta, de poder ver la “pelota” reflejada en el espejo de la banda de babor que tenía líneas de referencias en ambos lados de color verde dado por varios focos.
La pelota era como un pequeño sol producto del reflejo de focos amarillos concentrados sobre el espejo cóncavo. El haz de luz reflejado en el espejo materializaba visualmente una pendiente de aproximación que llevaría al avión a la zona de cables de frenado sobre el comienzo de la pista angulada del portaaviones y en final debía mantenerse centrada la pelota con las líneas verdes de referencia. Si la pelota estaba arriba de la línea de referencia es que nos estábamos quedando alto, si se veía abajo lo contrario, y era un permanente juego de movimientos de acelerador y controles para mantener fija la velocidad del avión que era muy cercana a la de pérdida de sustentación (cuando el avión deja de volar), al mismo tiempo que centrada la pelota y alineado el avión con el eje de la pista que era angosta, corta y se movía acompañando el cabeceo y rolido del buque.
Manteniendo la pelota centrada, el avión recorría en final la trayectoria que lo llevaba a tomar con el gancho de cola uno de los cinco cables de frenado que estaban elevados casi veinte centímetros de la cubierta y que distanciados entre sí alrededor de seis metros daban una zona de menos de treinta metros para que se produjese el enganche.
La pendiente de la aproximación de cuatro grados dada por el haz de luz del espejo se graduaba desde el buque para enganchar normalmente entre cables tres y cuatro.
A veces el gancho rebotaba en la cubierta y saltaba el cable, o en otras ocasiones el piloto nivelaba y el gancho sobrevolaba los cables sin tomarlos, en cuyo caso se producía el “Bolter” y el piloto debía reaccionar poniendo todo el acelerador despegando sobre la pista angulada para volver en un nuevo intento.
La velocidad relativa entre el N.A. y el buque era muy baja, lo que favorecía la maniobra, ya que en la fase final con la velocidad cercana a setenta nudos del avión y entre veinte y treinta nudos de viento relativo sobre el buque, el acercamiento al enganche tenía lugar a unos cincuenta nudos (alrededor de cien kilómetros por hora), la mitad de velocidad que experimentaría años después con el Skyhawk. Pero en esos años se operaba sin señalero de aterrizaje para los N.A. - sí lo tenían los F4-U “Corsarios” y los S-2 A “Trackers”-, lo que significaba no contar con ayuda externa para la maniobra.
Luego de tomar el cable, el mismo era arrastrado sobre cubierta ofreciendo una resistencia graduada para cada tipo de avión por un complejo sistema oleoneumático que detenía a la aeronave luego de unos cuarenta metros de recorrido.
Durante el enganche se manifestaba una brusca desaceleración y se llegaba al final de la corrida donde el avión retrocedía levemente y el personal de cubierta de vuelo desenganchaba el gancho del cable, lo subía y trababa manualmente.
Bajo directivas de los encargados de cubierta, luego de subir el flap nos dirigíamos al estacionamiento a proa estribor para despejar la pista angulada y permitir la maniobra de los demás aviones que estaban en circuito de aterrizaje. Éramos algo reacios a rodar el avión en cercanías de la banda del buque que se movía, cuando parecía que de seguir con las señas impartidas caeríamos al agua.
Por no tener un señalero de aterrizaje que nos hiciera notar los errores cometidos durante la aproximación, todos en el buque asumían ese papel y recuerdo que hasta un oficial odontólogo con alguna permanencia a bordo se tomaba la atribución de criticarnos y aconsejarnos!
Previamente a la operación en portaaviones ya habíamos realizado en Espora el famoso “Dilbert”, que consistía en un simulador de la cabina del avión a la cual concurríamos con el equipo de vuelo y éramos atados con cinturones de seguridad de espalda y asiento. Esta cabina montada sobre una torre, luego deslizaba por rieles desde unos cuatro metros al agua y allí se sumergía violentamente en una pileta quedando bajo el agua en forma invertida. A partir de ese momento debíamos desconectar los cables de comunicaciones al casco de vuelo y destrabar los arneses que nos mantenían asegurados al asiento, nadar luego hacia el fondo de la pileta para liberar al avión y emerger a la superficie, continuando inmediatamente con el desprendimiento del paracaídas de “tipo asiento”, que por su flotabilidad positiva tendía a hundirnos el torso con la cabeza hacia abajo. Después de activar el salvavidas, debíamos inflar el bote de supervivencia, treparnos a él y prepararnos para el rescate.
Con respecto a este ejercicio, recuerdo vívidamente a un piloto que luego de varios intentos para pasar la prueba, debiendo ser ayudado por los nadadores de rescate que se encontraban en la pileta para actuar en estos casos dijo “Este paracaídas me va a matar”. Sus palabras se cumplieron meses más tarde, cuando después de un despegue del portaaviones su avión cayó al mar. Él, luego de abandonarlo, no pudo desprenderse del paracaídas, que terminó siendo la causa de su muerte al impedirle respirar.
También realizábamos un ejercicio de rescate en el mar. Con traje antiexposición y equipo de vuelo éramos abandonados por un buque, flotando en una balsa de supervivencia.
Cuando se acercaba el helicóptero de rescate debíamos dejar la balsa para nadar y tomar la eslinga de rescate que arriaban con un cable por medio de un guinche desde la aeronave, asegurarnos la misma al cuerpo bajo un torbellino de viento y agua originado por el rotor del helicóptero que estaba sobre nuestras cabezas y luego éramos izados a la aeronave, a veces con más altura que la deseada. Años después sería recuperado así luego de caer al mar.

INCENDIO A BORDO !


II. INCENDIO A BORDO!

A fines de 1962 ya había comenzado a volar el Catalina PBY-5A que junto a los Beechacraft C-45-H y AT-11 tenía la Escuadrilla como multimotores de propósitos generales.
Alternaba en ellos mis vuelos con el monomotor N.A. SNJ-5C y los AT-6 recibidos desde Punta Indio luego de los sucesos de abril de 1963. Las Escuadrillas de Ataque se trasladaban a Espora mientras la Escuela de Aviación Naval hacía su mudanza a Punta Indio a fines de ese año.
Mi experiencia en el PBY, luego de apoyar la regata de Buenos Aires-Mar del Plata-Punta del Este en 1963, las navegaciones al sur en diversas tareas y muchas horas sobre la flota remolcando la manga o fotografiando ejercicios de tiro, llegaron a conformar al comandante de Escuadrilla, que luego de los correspondientes exámenes me habilitó como Comandante de avión.
El Catalina era un extraordinario avión anfibio, con controles manuales que requerían bastante esfuerzo para maniobrar debido a su gran estabilidad.
Carecía de flap, pero su envergadura y superficie alar aseguraba una baja velocidad de aproximación. También muy baja era su velocidad de crucero, poco mas de cien nudos.
El mecánico de avión tenia un habitáculo debajo del ala y era quien controlaba el sistema de combustible. Había una coordinación a través del intercomunicador para toda la operación de los dos motores Pratt & Whitney de 1425 HP cada uno, que durante la maniobra de despegue aturdían con su ruido, mas despegando del agua con corridas próximas al minuto.
Solo quedaban para esa época dos de estos anfibios, sobrevivientes de la Escuadrilla de Exploración que incorporados en 1946 habían realizado vuelos de suma trascendencia como el primero en unir el continente americano y la Antártida con descenso en 1952.
También completó en esa oportunidad, al regreso de la Antártida, la travesía a Buenos Aires en un mismo día. Su apariencia de bote con ala soportada por parantes externos, pontones rebatibles en las puntas de ala usados para amerizar, alojamiento lateral en el fuselaje de las ruedas de aterrizaje, abertura en proa para la maniobra de ancla o amarre, entelado la mayor parte de su ala y superficies de control, le daban una apariencia anacrónica ya en los años sesenta, y en alguna oportunidad nos intercambiábamos bromas por radio al cruzarnos con el Bristol de la Fuerza Aérea Argentina, acerca de cuál tenía el privilegio de ser mas inusual para la época. Por cierto el Catalina databa de 1937.
En las tareas de cooperación con los buques, los vuelos no eran menores a las cuatro horas de duración y para matizar las continuas evoluciones, circulaba el mate y los sándwichs de bifes que se preparaban en la cocina eléctrica del avión. El baño era muy rudimentario, pero a veces debía utilizárselo por las prolongadas navegaciones.
Además de los pilotos, la tripulación se completaba con el mecánico y su ayudante, el radiooperador que utilizaba los viejos equipos de media frecuencia y generalmente transmitía y recibía en morse. También iba un artillero y su ayudante para las tareas de remolque de la manga y el equipo de fotografía. En navegaciones complejas, un oficial aviador cubría el puesto de navegador.
En esos Catalinas sobrevivientes no funcionaban los obsoletos radares y para cruzar un frente de tormenta se optaba por un nivel bajo, muy bajo sobre el mar, aunque en ocasiones las condiciones del terreno no lo permitían y había que encararlo con un nivel medio. En esas oportunidades llovía tanto adentro como afuera del avión!
En un tedioso traslado desde Espora a Puerto Madryn, que con vientos de frente significaban alrededor de cuatro horas de vuelo, al entonces Capitán de Fragata Justiniano Martínez Achaval que volaba en el puesto de Comando, se le ocurrió que podíamos hacerle una broma al jefe de la Estación Aeronaval.
Poco antes del arribo nos declaramos en emergencia por tener un incendio a bordo que no podíamos controlar.
Para simularlo, en un balde lleno de agua disparamos una señal de humo, de las utilizadas para lanzar y marcar un punto de referencia en la superficie del mar.
El balde colocado en el “blister”, así llamado la zona de ingreso al avión que servía además como punto de observación y de afuste para las ametralladoras, lanzaba el denso humo que sumado a nuestras angustiadas voces por radio y algunos movimientos con el paso de la hélice que variaba los ruidos de los motores, generaba un espectáculo sobrecogedor.
En el aeródromo de Puerto Madryn todo era frenético, la ambulancia y el camión de bomberos se desplegaban por las pistas siguiendo al vehículo del jefe de la Aerostación, el entonces Capitán de Corbeta Jorge Baylac.
Luego de agregar confusión sobre la pista que íbamos a utilizar, con el consiguiente movimiento de los vehículos en tierra, aterrizamos en la pista principal donde nos siguieron hasta nuestra detención.
Junto al camión de bomberos y la ambulancia arribó el “Jeep” del Jefe de Estación que se aproximó rápidamente hacia la zona izquierda de la cabina donde estaba el Capitán Martínez Achaval, quien en esos momentos corrió la ventanilla lateral del piloto y asomó la cabeza para decirle en su característica tonada cordobesa “Te jo...”. No pudo terminar la frase, había recibido un baldazo de agua que Baylac traía escondido en su espalda.
Se conocían muy bien en este tipo de andadas. Una vez en plena época de los levantamientos militares de ese tiempo, se habían enfrentado con armas largas cargadas con munición de fogueo en el pasillo de la casa de oficiales de Puerto Madryn en horas de la noche, cruzándose toda clase de epítetos, mientras los desconcertados “michis” que dormíamos en las habitaciones que daban al pasillo no atinábamos a reaccionar ante los fuertes disparos y fogonazos que llenaban el lugar.
Estos hechos generalmente terminaban alrededor de una mesa y con una copa en la mano que alguien debía pagar.

Así el entonces Teniente de Corbeta L.M. y yo debimos pagar un cajón de buen vino luego de haber estado perdidos volando de noche en la Patagonia. El vuelo había comenzado al atardecer en un Beechcraft C-45-H despegando desde Puerto Madryn para evacuar una familia de la zona que había recibido graves quemaduras en un accidente, y el destino era Aeroparque de la Ciudad de Buenos Aires, donde esperarían las ambulancias para el posterior traslado de los heridos al Instituto del Quemado.
Previa escala técnica en Espora para cargar combustible con mas de seis horas de vuelo arribamos a Buenos Aires ya pasada la medianoche. Luego de descansar hasta después del mediodía, regresamos haciendo nuevamente escala en Espora para completar combustible, saliendo de esta Base bien entrada la noche.
Había fuerte viento y la visibilidad estaba reducida por polvo en suspensión.
El C-45 “Expeditor” era un bimotor de transporte liviano equipado con dos motores Pratt & Whitney de 450 HP, de tren convencional y ese año (1964) equipado con solo dos radiocompases para navegación.
Ya en el aire, no teníamos indicación de estas radioayudas y con la baja visibilidad existente nos “montamos” sobre la ruta que estimamos sería la Nro.3 que se dirigía a Viedma y el rumbo nos confirmaba una gran corrección de deriva debido al fuerte viento del sector oeste, ya que para mantenernos sobre la ruta nuestro rumbo era cercano a 240 grados en lugar de los 190 para ir hacia Viedma.
Cerca de la medianoche las radioemisoras cortaban su transmisión y existían pocos radiofaros en la ruta. Entre Bahía Blanca y Puerto Madryn, podía tomarse Viedma o San Antonio Oeste pero ambos de poco alcance y muchas veces fuera del aire.
Cuando arribamos a lo que interpretamos que era Carmen de Patagones/Viedma pusimos un rumbo oeste para evitar volar sobre lo que sería el Golfo San Matías en esas condiciones, sin recibir señales de radiofaros.
Esperábamos tener San Antonio Oeste por la izquierda para caer hacia el sur.
Luego de navegar mucho tiempo con este rumbo comenzamos a recibir señales en la proa del avión de una radioemisora que no podíamos identificar aunque los radiocompases seguían girando permanentemente sin ninguna indicación estable.
En el sector a nuestra izquierda no aparecía San Antonio. Comenzamos a preocuparnos y a secar prácticamente los tanques de combustible antes de cambiarlos. El sistema de combustible tomaba de tres diferentes tanques; de la nariz del avión, auxiliares y principales.
Noche oscura, sin visibilidad, con mucho viento en altura y sin señales de los radiocompases. Abajo luces de autos cada tanto en un camino rumbo este-oeste.
En lo que debía ser el Golfo de San Matías vimos algunas luces aisladas ¿Buques?. No parecían. Comentamos; por el tamaño, quizás el “Queen Elizabeth”. No era el momento de chanzas.
Por radio nos llamaron del control preguntando la posición y si teníamos nueva estima de hora para arribar. Estabamos desubicados, mejor dicho, estabamos perdidos en la Patagonia de noche y consumiendo la nafta del avión.
Una señal de radio se escuchaba mejor y la aguja del radio compás comenzó a oscilar en dirección oeste. Luces en proa de un pequeño pueblo. ¿Sería Conesa?. Pero otros grupos de luces se comenzaban a ver en esa dirección. De pronto tomamos conciencia de lo que realmente ocurría. Habíamos salido desde Bahía montados sobre la ruta que lleva a Choele – Choel y desde allí con rumbo oeste teníamos a General Roca y Neuquén en la proa.
Recalculamos el combustible necesario desde esa posición y con rumbo sudeste recalamos en San Antonio y aterrizamos tiempo después en Puerto Madryn luego de casi cuatro horas y media de navegación, el doble de la duración normal del vuelo.
El entonces Capitán de Corbeta Aldo Miranda, Comandante de la Escuadrilla en persona nos esperaba al pie del avión. Con una sonrisa aceptó las explicaciones, pero el cajón de vino no fue perdonado.

El Beechcraft C-45 en sus distintas versiones fue utilizado por la Aviación Naval durante mas de treinta años.
Por la disposición de su tren de aterrizaje de tipo convencional, no era fácil aterrizarlo y la posibilidad de un rebote o “pato” estaban siempre presentes.
El “pato” se produce por estar el centro de gravedad del avión detrás del tren de aterrizaje principal en los llamados aviones convencionales con rueda o patín de cola donde reposa el fuselaje con una actitud de nariz alta.
Luego del toque de las ruedas principales al bajar la cola del avión, si existe un exceso de velocidad, por aumento del ángulo de ataque del ala, se produce un aumento de sustentación y el avión tiende a volar nuevamente en una situación de riesgo por su actitud de nariz alta próxima a la perdida de sustentación y tener la potencia reducida previa al toque en la pista.

Años mas tarde en una oportunidad un piloto con mucha experiencia, pero sin la necesaria continuidad en el adiestramiento del avión C-45, debió finalmente desistir de poder ponerlo en tierra luego de muchos intentos y rebotes y cedérmelo a mi, que volaba como piloto de seguridad para que lo aterrizara.
En otro caso parecido, siendo yo copiloto en un traslado a Aeroparque, cuando allí aterrizábamos y en el medio de un tremendo “pato” con la nariz alta, baja velocidad y motores reducidos, quien volaba en el asiento del piloto -mucho mas antiguo que yo- sin inmutarse me miró y dijo “¡Usted lo tiene!”. Este es el término que se utiliza en instrucción cuando se cambia el control del avión.
El “Carlitos” como cariñosamente lo llamábamos, tenía un fuerte tren de aterrizaje que soportaba muy bien el maltrato que recibía en sus aterrizajes a manos de inexpertos “michis” o viejos pilotos sin continuidad en el adiestramiento.

Durante algo mas de dos años en la Escuadrilla adquirí experiencia en traslados a distintos puntos del país y en algunos casos me tocó improvisar, como cuando cumplí un vuelo desde Espora a San Rafael (Mendoza) con escala en Santa Rosa (La Pampa) en un N.A.-SNJ-5C llevando a un oficial que había tenido una desgracia familiar.
En la escala de regreso en Santa Rosa, luego de cargar combustible, y cuando intenté poner en marcha el motor, el arranque eléctrico del avión falló. Por haber llevado un pasajero en el asiento trasero, no tenía mecánico para el caso. Una diferencia que el SNJ-5C tenía con el AT-6 era este sistema que reemplazaba al de motor de arranque con previa inercia y luego encloche. Por esta razón no tenía la posibilidad de emplear como en el AT-6 la manija de arranque que se accionaba desde el exterior para dar inercia al motor de arranque y luego conectarlo con una leva para girar el motor del avión. La alternativa era pedir a Espora el envío de un avión de apoyo para la reparación, que seguramente significaría quedarme una noche en el lugar.
Recordé la maniobra utilizada en oportunidades por los pilotos de transporte para casos similares que consistía en arrollar el extremo de una cuerda en el domo de la hélice y tirar del otro extremo para girar el motor, que previamente cebado, arrancaba al conectarse los magnetos cuando la cuerda lo liberaba.
Así procedí, con la diferencia que el domo no era liso, sino que tenía los contrapesos de la hélice de paso variable y donde podía quedar enganchada la cuerda y arrollarse en el otro sentido si arrancaba el motor antes, con impredecibles resultados. Arrastrada la cuerda por un vehículo del Aeródromo el fiel motor arrancó en el primer intento para mi tranquilidad. Luego de saludar y agradecer el apoyo recibido por parte del personal del aeródromo, realizando algunas pasadas bajas, puse proa a Espora para arribar sin novedad.

Una tarea realmente particular para la que fui designado consistió en el seguimiento de un torpedo lanzado desde un buque de noche.
El ejercicio se realizó en Golfo Nuevo y para la experiencia se instaló una luz en la proa del torpedo inerte que sería lanzado sobre el blanco. Yo debía volar un NA a 500 pies de altura (150 mts) para poder seguirlo y dar su posición cuando finalizara su carrera y quedase boyando, para que se completase su rescate.
Estos torpedos de ejercicio podían acabar con la carrera del oficial de armas submarinas del buque si no llegaban a recuperarse.
En la cabina trasera volaba uno de mis compañeros de promoción, el Guardiamarina Raúl Machado, quien seguiría atentamente mis maniobras con los instrumentos a fin de tomar el control del avión si yo descuidaba el vuelo por mirar en esa noche oscura, sobre el negro del mar desde muy baja altura, donde solo se veían las luces de navegación de los buques. En posición, orbitando sobre el buque a la señal de ¡fuego! vi salir al torpedo y luego de unos instantes la luz desapareció. Sobre la proyección de la corrida busqué sin resultado, mientras a través de la radio nerviosas voces desde el buque preguntaban ansiosas si veíamos el artefacto.
La búsqueda se prolongó y la desazón del buque era manifiesta, cuando en una de las evoluciones pude apreciar que una luz boyaba pero en sentido contrario a la trayectoria del lanzamiento. El torpedo había caído 180° por una falla en su giróscopo, luego se ser disparado y había corrido indetectado hacia el opuesto del blanco.

En otras oportunidades debíamos actuar como fotógrafos portando una inmensa cámara F-8 o K-20 y sentados en la cabina trasera del NA apenas sujetados por las correas de asiento que se aflojaban para poder maniobrar dentro de la misma.
Utilizando casco de cuero, para evitar que el viento producto de la velocidad del avión N.A nos volase el casco duro, y con la cabina abierta, debíamos obtener semiasomados las fotos en el momento que el piloto en el asiento delantero inclinaba el avión y lo hacia deslizar para que el ala no tapase los piques sobre el agua de los disparos de cañones navales.
El tiempo de volido de los proyectiles era de varios segundos y después de la señal por radio de “fuego” y de observar el fogonazo de los cañones, el piloto debía calcular éste tiempo y realizar la maniobra para obtener las fotos en el instante preciso de los “splash” en el agua.
Las viejas cámaras fotográficas tenían cajas porta rollo destacables que utilizaban una chapa como protección a la película. Una vez colocada la caja en la cámara y previo al trabajo, debía retirarse la chapa a través de una hendidura y luego de obtenerse las fotografías, y antes de desmontarse el porta rollo, debía colocarse nuevamente la protección.
No faltaron oportunidades, en las que luego de disparar la máquina encuadrando el horizonte y el tren de blancos donde se observaban los piques de los proyectiles, nos dábamos cuenta que la chapa permanecía en su lugar y que ya no había otra ocasión para registrar la salva efectuada. En estos casos era difícil explicarle a la Oficina de Análisis de Armas por qué no había fotos del ejercicio realizado por determinado buque que minuciosamente se había preparado para ejecutarlo y tener luego el resultado de la restitución fotográfica.
Esos años, en la Escuadrilla de Propósitos Generales, fueron pródigos en vuelos, con una gran diversidad de tareas y tipos de avión a volar.
Los “Michis” que éramos mayoría, cometíamos las imprudencias propias de nuestra juventud; como realizar vuelos rasantes nocturnos sobre localidades, acrobacia en formación no contemplada en los planes de adiestramiento de la Escuadrilla o los simples desafíos de quién volando en N.A. rompía la tulipa de la luz de navegación de punta de ala al otro avión. Para esto volabamos en formación de frente – lado a lado – y el numeral debía acercarse muy lentamente a la exacta altura de alas, pues de lo contrario el flujo de aire ocasionaba que el ala mas alta se elevase y viceversa, desacomodando la posición. Cuando el Jefe de Logística se sorprendió por la cantidad de plasticos rotos, dejamos de practicarlo.
En 1964, para la operación de los SNJ-5C a bordo del Portaaviones, comenzamos a contar con Oficial Señalero al Aterrizaje (OSA) al igual que el resto de los aviones que operaban en el mismo. El entonces Teniente de Navío Miguel A. Grondona se desempeñaba principalmente en nuestro control.
Con las indicaciones del señalero a través de la radio podíamos regresar a bordo, o al menos intentarlo, cuando existían fallas en el espejo de aproximación o el mismo estaba fuera de límites para ser estabilizado por el cabeceo del buque. Esta autoimpuesta limitación obedecía a razones de seguridad. El haz luminoso del espejo estabilizado materializaba una pendiente de aproximación de cuatro grados con respecto a la horizontal y podía coincidir con la estructura del buque en su popa, cuando el portaaviones cabeceaba en esos valores. En este caso el avión podía estrellarse contra el buque manteniendo perfectamente la pendiente de aproximación.
En una oportunidad, operando el portaaviones frente a Mar del Plata, yo realizaba con un SNJ-5C ejercicios de interceptación guiado por radar desde el buque en un sector al este del mismo. Un frente de tormenta de rápido avance pronto afectó al buque y a mi regreso debía enganchar o dirigirme al Aeródromo de Carrasco en Montevideo por ser la única alternativa operable, sin tener que cruzar el frente frío. Bajo el guiado por radio del Teniente Grondona luego de un “bolter”, pude enganchar en mi segundo intento, ya bajo fuerte lluvia y con amplios cabeceos del Portaaviones.
También practicábamos ante la posible falla de radio, la aproximación por medio de las señales que con banderolas hacía el señalero que se encontraba en una plataforma a popa sobre la banda de babor, en forma similar a la ejecutada en los primeros años de las operaciones de portaaviones sin sistema óptico de aproximación.
Durante ese año realizamos un gran número de navegaciones y operaciones desde el buque en ejercicios como el “Caimán” en la zona de San Antonio Oeste con una participación masiva de Buques, Aviones y la Infantería de Marina.
A finales de 1964, recién casados emprendíamos con Stella el viaje en un Citroen 2CV modelo 1962 que mi suegro nos había regalado hacia la ciudad de Verónica, con escala en Mar del Plata para disfrutar la luna de miel por una semana.
Aún Guardiamarina aunque próximo a ascender a Teniente de Corbeta, con 1200 horas de vuelo en total, mas de la mitad como piloto, y 53 enganches en el portaaviones, había sido designado para ser instructor de vuelo en la Escuela de Aviación Naval sita en la Base Aeronaval Punta Indio.

INSTRUCTOR DE VUELO

III. INSTRUCTOR DE VUELO

A mediados de diciembre de 1964 iniciaba el curso teórico – práctico de instructor de vuelo, que se desarrollaba durante el receso anual de la Escuela de Aviación, para estar en condiciones de impartir instrucción cuando los alumnos, que comenzaban sus clases teóricas en febrero, terminasen las materias básicas previas al vuelo.
El curso de instructor consistía en volar desde la cabina trasera del avión las técnicas de las diferentes etapas de vuelo y la didáctica correspondiente, “enseñando” a un veterano instructor que simulaba ser un alumno en la cabina delantera cometiendo los errores más usuales, y otros que no lo eran tanto. En total requería unas 60 horas de vuelo.

El curso de Aviadores Navales estaba conformado por diferentes etapas y la primera era Seguridad, que constaba de 25 vuelos duales y verificaciones que preparaban al alumno para su vuelo solo, luego de dominar el despegue, aterrizaje, recobradas de pérdidas de sustentación o entradas en tirabuzón, distintas performances del vuelo y toda clase de emergencias simuladas durante las fases del mismo.
Después vendría la etapa de Maniobras Especiales, que eran técnicas de despegue y aterrizaje con vientos de través y en campos reducidos.
A partir de esta etapa comenzaba simultáneamente la instrucción en Acrobacia e Instrumental Básico, dependiendo el período a realizar de la meteorología, que era muy limitativa para la acrobacia cuando existían capas de nubes.
Más tarde serían las etapas de Radioinstrumentos y Formación. En la primera, luego de completar los periodos en simulador de tierra, los alumnos volaban en el asiento trasero bajo capota realizando radionavegaciones y entradas por instrumentos incluyendo las controladas por radar desde tierra (GCA, Ground Control Approach).
La etapa de Formación, primero se cumplía con una sección (2 aviones) y luego en división (4 aviones).
Habiendo dominado el vuelo por instrumentos, los alumnos realizaban la etapa de Nocturno y la de Formación Nocturna, cuando terminaban la correspondiente etapa diurna en formación.
Por último vendrían las etapas de Armas, donde se realizaban ejercicios sobre los blancos dispuestos en un polígono de armas aéreas, y las navegaciones observadas que culminaban con una Navegación Final, visitando distintos puntos del país, normalmente ubicados en el sur - el teatro de operación más corriente-, con muchos aviones de la escuela y otros de apoyo, generalmente de transporte con el personal de mecánicos y la logística de repuestos necesarios.
Al finalizar el Curso, los alumnos no tenían menos de 180 horas de vuelo.
La actividad para el instructor de vuelo no se limitaba a dar doble comando; también debía asumir un cargo en la administración de los diferentes Departamentos que conformaban la estructura de la escuela y además contribuir con la enseñanza teórica de los alumnos impartiendo clases de acuerdo a la materia que se le asignaba. En mi caso fui designado para enseñar “Aerodinámica I y II”; primero como ayudante de la cátedra y a partir del segundo año a cargo de la materia. En mis primeras experiencias como profesor, mientras desarrollaba en el pizarrón interminables formulas de la teoría de los fluidos, miraba de reojo a un particular alumno que tenía previos conocimientos en la materia. Mientras él asentía involuntariamente con la cabeza a mis deducciones, yo seguía escribiendo. El problema surgía cuando comenzaba a mover la cabeza en el otro sentido en señal de duda o desaprobación y la alarma amarilla se prendía en mi interior; tomaba distancia del pizarrón y reveía lo escrito. Cuando tomé la titularidad de la cátedra mis fantasmas habían ya desaparecido.
La enseñanza era metódica y exigente. Antes de cada periodo el alumno debía describir al instructor todas las maniobras que se realizarían en vuelo con el mayor detalle y ese prevuelo demoraba entre 30 y 45 minutos. Luego de retirar los paracaídas del pañol se concurría al avión y se realizaban las inspecciones, secuencias de verificación, puesta en marcha, rodaje, comunicaciones, despegue, salida de circuito hacia la zona de vuelo asignada y sus correspondientes niveles, para realizar las maniobras del período.
Finalizadas las mismas se producía el regreso al circuito que podía comprender maniobras de aterrizajes y despegues con las infaltables simulaciones de emergencia que incansablemente realizaba el instructor.
Después del aterrizaje final y el regreso a plataforma de estacionamiento, vendría el post-vuelo, donde el instructor recalcaría los puntos más importantes de lo realizado.
El instructor entregaba la planilla con la calificación en cada maniobra del vuelo y su concepto general, si el alumno aprobaba el periodo o debía repetirlo enfatizando en determinados aspectos.
Terminado este vuelo, otro alumno estaba esperando al instructor para desarrollar un turno similar y así teníamos normalmente tres periodos de instrucción durante el día, y la posibilidad de otro nocturno.
Había etapas más divertidas y con gran cantidad de adrenalina, como la enseñanza de los primeros aterrizajes o emergencias simuladas a baja altura. Otras etapas requerían mucho esfuerzo físico, como el de impartir varios turnos seguidos de acrobacia.
Dar instrucción en Instrumental era algo aburrido, siguiendo desde la cabina delantera las trayectorias básicas y alejamientos o acercamientos por diferentes rumbos a las radioayudas de tierra que los alumnos realizaban bajo la capota.
Una etapa linda de la instrucción era el vuelo en formación, que requería estar muy atentos hasta que el alumno dominaba los movimientos relativos entre los aviones y más aún en formación nocturna donde las luces de navegación eran las referencias para mantener la posición, y en ocasiones ayudaba la pálida luz de la cabina del otro avión o las llamas de los caños de escape del motor.
Pero en todas ellas siempre estaba presente la duda ¿hasta cuándo dejar progresar al alumno en su error antes de tomar el control del avión para evitar que el error se transformara en emergencia o accidente?
El aprendizaje en este tipo de habilidades es dominado por la prueba y error, al igual que cuando comenzamos a andar en bicicleta. Primero hay ayuda externa con ruedas laterales traseras o quien sujete del asiento para conservar el equilibrio, pero en algún momento se produce el “solo” y la instrucción recibida de apoyo ante errores que se reconocen y luego se evitan, es vital para el desempeño posterior.
¿Cuál es el momento en que el instructor debe tomar el control del avión durante un despegue en que el alumno sin suficiente movimiento en los pedales no mantiene la trayectoria recta y comienzo a irse hacia el costado de la pista?
De tomarse el control demasiado pronto, el alumno no entenderá cuánto pie debe aplicar para contrarrestar el movimiento. Si se deja progresar el error, este debe ser tal que el instructor cuando tome el control pueda resolver la situación alcanzada. Este límite es la diferencia en una buena instrucción, pero también da menos margen para evitar un accidente.
En mi primer accidente superé ese límite. Tenía 160 horas como instructor. El 23 de marzo del 1966 en el AT-6 EAN 221 realizaba un vuelo de instructor de instrumental básico desde la cabina delantera. El alumno era un Capitán de Corbeta de una Armada extranjera y debía realizar desde la cabina trasera bajo capota un despegue por instrumentos para luego ascender a cumplir el periodo. El viento ligero de la izquierda estaba dentro de los límites para la maniobra.
El alumno inició la corrida desviándose suavemente a la derecha y la mantuvo luego recta. El bastón de mando permanecía atrás durante la carrera de despegue. El avión despegó con la actitud de nariz alta a una velocidad de 60 millas por hora y el alumno, en lugar de llevar el bastón hacia delante para reducir la actitud y mantener un ascenso normal, llevó más atrás el control de elevación. Yo lo seguía en los controles suavemente para reaccionar en la maniobra, pero no pude evitar este movimiento. Tomé el control al grito de ¡Yo lo tengo! y llevé el bastón hacia delante, pero era tarde: se producía la pérdida de sustentación y caía el ala derecha, como era habitual en el AT-6. Intenté recuperarlo aplicando toda la potencia al mismo tiempo que con el pedal izquierdo trataba de levantar el ala derecha (en ese caso no se usa el alerón para no agravar la pérdida), pero desde unos cuatro metros el avión cayó con rumbo hacia la derecha de la pista y fuera de control.
Sobre el terreno recorrimos unos 100 metros, mientras se rompían ambos parantes del tren de aterrizaje, se doblaban las palas de la hélice y saltaban pedazos del flap además de otras averías.
Una vez detenido el avión corté rápidamente la alimentación de combustible y el sistema eléctrico para evitar un incendio , y procedí a salir de la cabina y ayudar al aturdido alumno que había vivido la experiencia bajo la capota. No sufrimos lesiones físicas, pero quedó herido mi orgullo al ver el estado del avión.
El único consuelo fue que no era el primer accidente que se registraba con esta maniobra, y poco después fue eliminada para la instrucción en el NA. Se practicaría nuevamente años más tarde con aviones de tren de triciclo que tienen una actitud de despegue más baja producto de la rotación de la nariz con suficiente velocidad, además del mejor control direccional durante la corrida de despegue.

La Escuela de Aviación Naval también tenía aviones C-45-H para adiestramiento por instrumentos y yo tenía la oportunidad de volarlo en traslados que permitían variar la rutina del circuito sobre Punta Indio.
Durante el primer año como instructor todo es novedad en la enseñanza del vuelo y es gratificante al final del curso ver recibir las alas de aviador a quien un año antes tenía dudas de cómo rodar un avión. Se percibe el progreso de los alumnos y el resultado final depende del esfuerzo empeñado.
Durante el segundo año como instructor, se está en condiciones de tomar verificaciones de las diferentes etapas, para culminar en el tercero como examinador con la consiguiente facultad de determinar cuándo el alumno está en aptitud de salir solo o aprobar etapas.
La responsabilidad era mucha cuando nos bajábamos de la cabina trasera luego de un examen de Seguridad para dejar que el alumno realizase su primer vuelo solo.
En este caso concurríamos a la torre de control y seguíamos con ansiedad ese vuelo que tanto marca a un aviador.
El primer solo es inolvidable y también la recepción que le espera al alumno cuando regresa del mismo. Sus compañeros rodean al avión cuando arriba a plataforma y luego del protocolar saludo de una autoridad de la Escuela y su instructor de vuelo, el alumno es capturado por sus camaradas que realizan imaginativas tropelías con él. El simple “manteo” de arrojarlo por el aire es lo mínimo. Al día siguiente concurrían a su próximo vuelo generalmente teñidos o rapados cuando no era moda en esa época , y con algunos restos de aceites o pinturas que no habían podido borrar de los festejos.

Durante mi tercer año como instructor cursé la Escuela de Aplicación en la especialidad de Mantenimiento Aeronáutico. Si bien tenía dedicación exclusiva al curso, volaba los fines de semana dando instrucción o realizando adiestramiento para mantener la actividad de vuelo.
El curso, además de tener el centro de gravedad en la especialidad del mantenimiento aeronáutico, abarcó una serie de actividades que fueron gratificantes, aunque por momentos de muy distintas ramas del conocimiento. Gracias a las gestiones del entonces Director de la Escuela, Capitán de Fragata Siro de Martini con quien había tenido mi primer contacto antes de ingresar a la Armada, llegamos a cursar un cuatrimestre en la Universidad del Salvador con materias de Ciencias Políticas al mismo tiempo que estudiábamos Cálculo Matricial para la resolución de problemas de Investigación Operativa. Uno de mis trabajos prácticos de selección de armamentos lo llamé “Prometeo”; título en el que se refleja la diversidad de las disciplinas que estudiábamos.
En otro de los períodos del curso concurrimos a la Base Naval Mar del Plata, y cursando Guerra Antisubmarina tuvimos embarcos en Fragatas y también navegamos en Submarino, lo que fue una experiencia única.
Fue ese año, mientras visitábamos la Base Espora que tuve la oportunidad de volar por primera vez un reactor al salir en la cabina trasera de un TF-9J “Cougar”. Su piloto quedó decepcionado al comprobar que no me había impresionado. Fue un lindo vuelo, pero yo creía que sería muy distinto al del T-28 “Fennec” que ya volaba, y no lo fue tanto.
En 1968 comencé mi cuarto año como instructor, algo renovado por la actividad académica del año anterior y con la novedad de la incorporación en la Escuela del North American T-28 “Fennec” para la instrucción.
Este avión había sido adquirido a Francia en 1966, país que los tenía preparados, artillados, con blindaje y elementos para la operación en el desierto, por haberlos utilizado en Argelia.
El motor Wright R-1820-56 S de 1350 H.P. a través de la hélice tripala de paso variable, entregaba la propulsión necesaria para los máximos 4000 kilogramos del avión.
Con su incorporación y la experiencia recogida en los últimos años por quienes habían efectuado el curso de Aviadores en Pensacola (EE.UU), se introdujeron también algunos cambios en el modo de impartir la instrucción de vuelo.
El primero fue que el alumno dejaba de contestar si o no con el correspondiente ademán de la cabeza ante las preguntas del instructor. Con el AT-6 tenía prohibido el uso del intercomunicador para hablar con el profesor de vuelo, a menos que este lo autorizase, y utilizaba un micrófono de mano para las comunicaciones con la torre. El T-28 tenía incorporado comunicación interior y exterior en sendos interruptores colocados en la manija del acelerador y el micrófono se instalaba en el casco cerca de la boca.
Presionando uno u otro de los interruptores le resultaba fácil la comunicación, aunque a veces “salía al aire” en radio -en lugar de por el intercomunicador- una secuencia relatada para el instructor.
Otra novedad fue permitir al alumno llevar un anotador de rodilla con la guía de vuelo del avión, con sus procedimientos en tierra y en vuelo normales y de emergencias. Ahora no tenía que aprender de memoria todas las secuencias de verificaciones que debía relatarle al instructor y realizarlas simultáneamente.
Por caso la secuencia de verificación previa al despegue en AT-6 constaba de 33 ítems y aún hoy la recuerdo. Mezcla rica, paso mínimo, aire frío al carburador, tanque de combustible más lleno conectado, magnetos en ambos, batería y generador conectados, temperatura de aceite normal, presión de aceite normal, presión de combustible normal, temperatura de cabeza de cilindros normal,etc. hasta finalizar con la prueba de los controles de vuelo antes de alojar la pista y trabar la rueda de cola en el eje de la misma.
Ahora el alumno leía la secuencia de los procedimientos normales, aunque los de emergencia los debía conocer de memoria.
También se introdujo la aproximación de precaución para asegurar la pista en caso de regreso con fallas diferidas al aeródromo y ante la posibilidad de que la misma se convirtiese en emergencia.
Esta consistía en cumplir con parámetros de altura, velocidad y configuración del avión que permitiesen realizar una trayectoria del tipo espiral en descenso sobre la pista en uso y asegurar su aterrizaje aunque fallase el motor durante la apoximación.
En una oportunidad dando instrucción de formación en T-28, el piloto del otro avión notó una gran pérdida de aceite en el motor de mi avión, que no daba ninguna indicación anormal en los instrumentos de la cabina. Por esta razón me dirigí a una aproximación de precaución y declaré la emergencia diferida para tener prioridad en el circuito de aterrizaje.
Alcanzada la “llave alta” que era sobre la cabecera de pista en uso con determinada altura y configuración, inicié el giro a “llave media” en el lateral de la pista y allí pude ver la columna de humo gris que estaba dejando. Continué cumpliendo con los parámetros de altura y velocidad del descenso y asegurado el toque en pista corté el motor y controlé la corrida de aterrizaje. Sin propulsión, el avión debió ser remolcado posteriormente al estacionamiento. Luego se comprobó que no quedaba aceite en el tanque por una avería del sistema de válvulas del motor , lo que hubiera significado una detención de la planta de poder si prolongaba el vuelo; pero en la trayectoria de precaución hubiese tenido siempre la pista asegurada para este caso.

El tren triciclo del T-28 facilitaba la maniobra de aterrizaje y despegue. Además la visibilidad desde la cabina trasera era excelente, muy diferente para dar instrucción que con el N.A., donde las referencias laterales en el terreno eran las únicas visibles por su elevada actitud en las maniobras de aterrizaje y despegue. Por caso en nocturno, luego de la llamada “ruptura de planeo” cuando el avión comenzaba a nivelarse para el aterrizaje, sólo las balizas de pista en ambos lados daban idea de la posición del avión respecto al eje de la misma y a la altura sobre el terreno, ya que nada se podía ver adelante, oculto por la nariz del avión.
Durante el año 1968 volaba cuatro tipos de aviones, T-28, AT-6, C-45 y PBY-5A y a veces tres de ellos en el mismo día. Esto era gratificante por la variedad de tareas, pero no desde el punto de vista de la seguridad aérea. Si bien en general, el tipo de emergencias para estos aviones tenían grandes semejanzas para su resolución, existían diferencias que podían agravar la misma y hasta debía esforzarme en recordar las diferentes velocidades y valores a aplicar de presión de admisión y revoluciones de hélices en cada performance. Pero hacía lo que me gustaba y encima me pagaban. Nunca para ser rico, pero al menos para vivir con dignidad.

La escuela había recibido el último de los Catalinas transformado en “aula volante”. Dotado de facilidades para la navegación aérea con varias mesas para alumnos, se realizaban navegaciones para la práctica de los futuros pilotos. Con esta finalidad realizaba navegaciones hasta Ushuaia, que me permitían mantener contacto con la desolada y atractiva Patagonia.
Asi también lo empleábamos en otras tareas especiales, como en una ocasión a principios del mes de diciembre de 1967 cuando con el entonces Teniente de Navío Miguel A. Grondona trasladamos a los alumnos para que realizaran el ejercicio práctico final de Supervivencia, en la laguna Chascomús. Luego de Completar algunos acuatizajes de adiestramiento, dejamos en el medio de la laguna a los alumnos con sus instructores. Debían abandonar el anfibio, subirse al bote individual de superviviencia, llegar a la costa y luego regresar caminando a la Base Punta Indio - a muchos kilómetros de distancia - sorteando lineas “enemigas”, pernoctando y alimentandose según lo aprendido teóricamente. Sólo contaban con los elementos que se llevan en el chaleco de supervivencia, así que la flora y la fauna salvaje o doméstica del lugar corrían serios riesgos. Quien fuera interceptado por el “enemigo”, materializado por un grupo de Infantes de Marina, debería repetir el ejercicio.
Taxeábamos esperando que los botes arribaran a la orilla y observamos que uno de ellos no avanzaba pese a las esforzabas braceadas de su ocupante. Estaba cayendo la tarde y mucho tiempo no podíamos esperar. Debajo de mi overol tenía un pantalón de baño, asi que luego de acercarnos lo prudencial por los motores en marcha me zambullí desde el blister del avión y fui nadando hasta el bote del “naufrago”. Era un joven cabo segundo que realizaba su primer práctica como ayudante de instructor. Nunca olvidará lo que significa tener un “ancla de capa” cuando está sumergida para evitar la deriva. Izado el artefacto poco le llevó alcanzar la costa, al mismo tiempo que yo abordaba al Catalina donde me esperaban con toallas y café caliente. Antes del anochecer dejábamos la laguna, luego de la habitual corrida de mas de un minuto con ambos motores a pleno y su ensordecedor ruido en la cabina mientras el anfibio se montaba sobre el “redán” antes de abandonar el agua.
A partir de 1969 sólo quedaría el T-28 como avión de formación básica en la Escuela. En este tipo de avión en junio de 1968, tuve un leve incidente cuando realizaba el rodaje a cabecera de pista para llevar a cabo un vuelo de prueba.
El EAN 105 había tenido una recorrida periódica y como era habitual le correspondía un vuelo de aceptación.
Durante la recorrida realizada, se le había cambiado el parante de la rueda de nariz del tren de aterrizaje. En la inspección visual que realicé previa al vuelo, con especial atención al parante, no encontré novedades. A mitad del rodaje a cabecera de pista con velocidad normal y entre 700 y 900 RPM del motor, comenzó a sonar la bocina “indicación del tren de aterrizaje arriba”, al mismo tiempo que el indicador de rueda de nariz pasaba a posición intermedia.
Instantes después la hélice tocaba el suelo al tiempo que bajaba la nariz del avión, se paraba bruscamente el motor y el T-28 se arrastraba unos metros mas hasta detenerse apoyado sobre el tren principal y lo que quedaba de las palas de la hélice.
Procedí con la secuencia de detención del motor, abrí la cabina y junto al mecánico que ocupaba el asiento trasero nos deslizamos por el ala.
La investigación posterior determinó una errónea conexión del sistema hidráulico accionador del parante luego de la prueba sobre gatos hidráulicos que se realizaba para verificar su normal funcionamiento. Por las vibraciones del rodaje el perno mecánico de seguridad se había deslizado y el parante accionado por la presión hidráulica se retrajo. En definitiva, cuando bajaba el tren principal subía el parante de la rueda de nariz e inversamente.
Esta falla hubiera provocado un accidente mayor si se hubiese manifestado en la carrera de despegue o luego, cuando regresara para aterrizar con rueda de nariz retraída o el tren principal arriba.
A mediados de Diciembre de 1969 había superado las 3000 horas de vuelo, con 1100 como instructor de vuelo y luego de 5 años de Escuela, el Director de la misma me felicitó al decirme que sería trasladado al Portaaviones A.R.A. “25 de Mayo”, recién arribado al país en reemplazo del A.R.A. “Independencia”. No era lo que tenía en mente; había solicitado traslado a la Primera Escuadrilla de Ataque, ahora remozada con los aviones Aer Macchi MB-326.
Integrar la plana mayor del Portaaviones significaba una tarea en la cubierta de vuelo para operación de los aviones de las distintas Escuadrillas, y ello me alejaba del vuelo.
Ahora como Teniente de Fragata, con Stella embarazada de Claudina, que nacería pocos meses después, y nuestras hijas Gabriela y Guillermina, nacidas durante este periodo, regresamos a Bahía Blanca a mayor velocidad en el Citroen 2 CV modelo 1966, que con mucho esfuerzo habíamos cambiado. Este alcanzaba 80 Km. por hora, en lugar de los 60 del anterior.
Nos alejábamos del tranquilo pueblo de Verónica. Allí habíamos experimentado una agradable vida familiar nucleados en el Club de Oficiales de la Base, donde practicábamos deportes y compartíamos reuniones sociales simples pero de imperecederas amistades.

BAJO Y DESPACIO DESDE ESTADOS UNIDOS

IV. BAJO Y DESPACIO DESDE ESTADOS UNIDOS.

Los dos años transcurridos como integrante de la Plana Mayor del buque insignia de la Armada fueron de intensa actividad, tanto en navegación como durante los períodos en puerto.
Las etapas en el mar eran prolongadas y recorrimos todo el litoral marítimo realizando ejercicios con aeronaves en distintas condiciones de mar, diurno y nocturno.
Me desempeñaba en la cubierta de vuelo, donde el personal vistiendo uniformes con distintivos colores según sus tareas, actuaba en coordinación digna de ballet para asegurar el éxito de las operaciones con la máxima seguridad.
En la cubierta actuaban diferentes equipos responsables de cumplir una tarea específica que se eslabonaban hasta concluir la operación. Desde el grupo que recibía los aviones procedentes del hangar a través de los ascensores y los estacionaba en la cubierta de vuelo, hasta el oficial que daba la orden para su despegue o catapultaje; tractoristas, encargados de los calzos o trincas para inmovilizar el avión en cubierta, directores de cubierta para puesta en marcha y rodaje, encargados de operar matafuegos, rescate de tripulaciones en caso de accidentes vistiendo trajes de amianto, “gancheros” para liberar el gancho del avión del cable de cubierta luego del anavizaje, etc., todos eran eslabones intermedios de esa cadena que era tan fuerte como su eslabón mas débil, y en este aspecto el adiestramiento continuado en puerto aseguraba que el nivel de fallas fuera el mínimo, sin debilidades.
En cubierta también operaban los encargados de los sistemas de electricidad para la puesta en marcha, maquinaria de los cables de frenado y catapulta, aprovisionamiento de combustible, de armamento, nadadores de rescate para casos de salvataje en el agua, etc.
De los 70 hombres que componían nuestra división de la cubierta de vuelo, 50 de ellos eran conscriptos, la mayoría del interior del país en su primer contacto con el mar. Poco tiempo después de su incorporación y luego de un arduo entrenamiento se desplazaban por la movediza cubierta de vuelo entre aviones con hélices en movimiento de día o de noche, orgullosos de las diversas tareas que desempeñaban. Durante esos dos años, a excepción de un tractorista que en una mala maniobra cayó a uno de los balcones laterales del buque, sin mayores consecuencias físicas, no hubo que lamentar ningún accidente del personal de cubierta.
La pista de 160 metros de largo y 8º angulada con respecto a la crujía del buque, tenía 6 cables para su frenado en una zona de 30 metros.
Los aviones que operaban eran los Grumman Tracker S-2A de exploración y guerra antisubmarina, con un peso máximo de 11900Kg., propulsados por dos motores Wright R-1820-82A, con hélices tripala y equipados con sistemas para la guerra antisubmarina y armamento para tal fin, como bombas, cohetes y torpedos antisubmarinos.
Los “Búhos” operaban día y noche, y sus enganches se escuchaban en la mayor parte del buque cuando con casi 9000Kg. tocaban la pista a unos 160Km. por hora.
Para el despegue podían utilizar la carrera libre que requería bastante menos de los 214 metros de pista que tenía axialmente el portaaviones. Pero, en nocturno era mandatario por seguridad en la maniobra la utilización de la catapulta, que los aceleraba más y tenían una actitud de franco ascenso cuando abandonaban la proa del buque.
También operaban los North American T-28P de la Segunda Escuadrilla Aeronaval de Ataque. Estos aviones eran T-28-F modificados en el Arsenal de Punta Indio para que pudieran operar a bordo. Fueron transformados 12 aviones en un comienzo y luego 2 más para reemplazar las pérdidas sufridas por accidentes, y los trabajos particularmente se centraron en reforzar el cono de la cola donde se instaló el gancho de frenado; así también se modificó la horquilla del tren de aterrizaje de nariz. Fue necesaria la instalación del sistema hidráulico para subir y bajar el gancho y su correspondiente mando en la cabina delantera.
Otras reformas fueron la instalación en el mando del acelerador de un sistema para "puentear" el limitador de potencia en caso de ser necesaria la máxima disponible y hasta se limaron algunos centímetros las puntas de pala de las hélices para reducir el riesgo de un toque con la cubierta de vuelo.
El otro tipo de aeronave que operaba era el helicóptero Aerospatiale Alouette III, utilizado en propósitos generales, particularmente como aeronave de rescate.
Durante las operaciones de vuelo diurnas de aterrizajes o despegues, siempre se disponía de un helicóptero en estación de vuelo sobre el portaaviones equipado con un guinche para el izado desde el mar de los sobrevivientes en caso de amerizaje de una aeronave durante esas fases críticas de las operaciones. El helicóptero transportaba un grupo de nadadores de rescate, que se lanzaban al mar para socorrer en el agua a los náufragos y ayudarlos en la sujeción de la eslinga con la cual serían izados a bordo mediante el guinche de la aeronave.
Para los helicopteristas era una tarea tediosa, pero gracias a ella se salvaron muchas vidas, entre ellas la mía años más tarde.
Durante las operaciones de vuelo nocturnas se contaba con un destructor que navegaba en cercanías del portaaviones, listo para desplegar embarcaciones menores para el rescate, ya que el Alouette no estaba capacitado para esa tarea de noche.

Una de mis funciones era controlar el sistema óptico que daba la pendiente de aproximación a la cubierta. Este sistema reemplazaba al espejo que reflejaba la luz de focos, originando la “pelota” con su haz lumínico, como tenía el “Independencia”.
El sistema nuevo era una plataforma estabilizada giroscópicamente que mantenía una doble columna de luces que se proyectaban con diferente intensidad y color para materializar la pendiente de aproximación que veía el piloto como una “pelota” luminosa con respecto a las referencias de luces verdes horizontales. Su intensidad era máxima en la pendiente correcta, débil por encima de ella y llegaba a ser roja cuando se volaba debajo de la pendiente.
Con un simple mástil de altura variable y un espejo a 45º en la parte superior, yo podía corregir la pendiente verificando la pelota en el punto de toque deseado del gancho del avión, entre cables 3 y 4, y con la altura del mástil graduada según el avión que operaba, para tener la posición de la visual del piloto en el momento del toque en cubierta con la pelota centrada.
Cuando por razones de mar gruesa el movimiento de buque superaba en cabeceo la inclinación de la pendiente, el sistema no mantenía la estabilización por seguridad y en estos casos la aproximación se realizaba solamente bajo el control por radio del señalero de aterrizaje.

Los períodos de navegación se extendían entre dos o tres semanas con una actividad que no tenía interrupciones en las operaciones de vuelo. En los momentos de descanso el punto de reunión era el “Salón de Fumar”- llamado así por ser uno de los pocos espacios autorizados a encender fuegos, ya que por los miles de litros de aerocombustible a bordo, el peligro de un incendio era una permanente preocupación-.
En el lugar se reunían la Plana Mayor del buque y los pilotos embarcados luego de las actividades del día y podía disfrutarse de improvisados conjuntos musicales con los que rivalizaban las distintas unidades que operaban.
Existían muchos juegos de mesa, y entre ajedrez, truco, bridge, “tute” y “chuña”, se terminaba la jornada.
También la concurrencia al cine era grande. Se habilitaba uno de los tres hangares para la proyección de películas que luego de vistas se intercambiaban con el crucero u otros buques con facilidades de este tipo.
Estábamos acostumbrados a que las sillas se desplazaran siguiendo el movimiento de rolido del buque cuando este era intenso, y en oportunidades debía suspenderse la función.
Tampoco era extraño el fuerte ruido que producía un “Búho” enganchando en la cubierta sobre el hangar-cine, luego de una misión nocturna.
A la capilla del portaaviones concurríamos a misa durante las navegaciones, y allí fue bautizado mi hijo Rodrigo durante un período en Puerto en 1971.

En el mes de mayo de 1970, aprovechando una licencia entre navegaciones, retomé el vuelo en la Base Espora. Me readapté al T-28 y realicé el adiestramiento necesario en prácticas de aterrizaje en tierra para portaaviones (PTAP), con el objetivo de volar como adscripto a la Segunda Escuadrilla de Ataque durante los embarcos.
A partir de la siguiente navegación en la que realicé mi calificación a bordo con 14 enganches, en todas las etapas de navegación siguientes efectuaba un refresco de PTAP previo a la zarpada, y luego volaba desde el buque, donde llegué a completar en los dos años 33 enganches.
En otra oportunidad encabecé una visita a la Escuela apadrinada por el portaaviones que se encontraba en la ciudad de Santa Cruz, lo que me permitió compartir la cabina de un C-45 y regresar al vuelo de traslado, ya que me había convertido en un piloto de circuito de aterrizaje.
Para complementar la falta de vuelo, que en dos años no alcanzó las 70 horas, me dediqué al otro extremo en la presión atmosférica.
Con todo el apoyo del Comandante del Portaaviones, el Capitán de Navío Marcos Oliva Day, realicé durante los fines de semana un curso de buceo deportivo en la Universidad Nacional del Sur, que luego de varios meses de clases teóricas y prácticas en pileta, complementamos durante el verano de comienzos de 1971 en Puerto Madryn con la práctica en el mar, llegando a obtener la habilitación como buzo deportivo dos estrellas. Habíamos realizado orientación submarina, descendido a 30 metros de profundidad y experimentado buceo nocturno.
A partir de entonces, cuando el buque fondeaba en Golfo Nuevo, salía con los buzos del portaaviones a realizar descensos, aunque en invierno solo pudiésemos aguantar poco tiempo las bajas temperaturas del mar, aun con gruesos neoprenes.
El buceo deportivo pasó a ser una actividad que incorporé desde esa época, y regresé periódicamente a practicarlo al Golfo Nuevo, acompañado por mis hijos que también lo realizan en la actualidad.
En mis ratos libres preparaba las materias que durante dos años cursamos los Pilotos Aviadores, para rendirlas en la Escuela Naval Militar. De aprobarlas, tendríamos la posibilidad de cambiar al Cuerpo de Comando y acceder a una carrera sin limitaciones del grado máximo a alcanzar. Este curso llamado de Transición era una de las condiciones; además se tomaría en cuenta el desempeño hasta el ascenso al grado de Teniente de Navío donde se producía el cambio.
Durante los años transcurridos como Piloto aviador, por no haber cursado la Escuela Naval, no faltaron actitudes de algunos pocos que demostraban cierto menoscabo por nuestro origen. Recuerdo en particular a un oficial, no aviador naval, que se desempeñó como profesor de una materia en el curso de Aplicación que yo cursaba junto a otros aviadores que habían realizado la Escuela Naval. Mi calificación en el examen final fue promediada con una nota de concepto general que la bajó drásticamente. No admitía que mi calificación final fuera mayor que la de los otros oficiales aviadores.
Años más tarde este oficial demostró tener muy poco coraje durante el conflicto Malvinas y allí terminó su carrera naval.
Mucho antes habían puesto final a su carrera en la Aviación Naval diez de la docena original de mis compañeros de promoción.
La mayoría, desanimados por las perspectivas en la futura carrera y tentados por la oferta de sueldos tres veces superiores que obtenían en las aerolíneas comerciales; otros, con secuelas de los sucesos de abril de 1963 y posteriores actos de indisciplina en vuelo que culminaron con arrestos graves, tales como separarse de una división en vuelo con NA-AT6 y realizar acrobacia en formación en sección ante la incredulidad del líder de los cuatro aviones.
Américo Videau perdía la vida años más tarde en La Pampa, cuando volando su avión fumigador se estrellaba e incendiaba.
A comandantes de Boing 747 llegaron Carlos Puentes, Carlos Ardalla, Mario Massolo, Carlos Mesa y Jorge Dejean, mientras que primero en Austral y luego en Aerolíneas Argentinas se desempeñaron Roberto Wilkinson y Jorge Badih.
Otra historia tuvo Raúl Machado, que primero voló en Austral, más tarde en Aerolíneas Argentinas, y luego de ser subdirector provincial de aviación en Río Negro regresó a la línea comercial con Dinar.
El caso Hugo Sánchez fue particular, pues abandonó el vuelo siendo Comandante de Boeing 737 para dedicarse al mantenimiento de jardines y la vida naturista.
Para 1970, sólo Eduardo Figueroa, con una extensa campaña como piloto de transportes, y yo quedamos en actividad de la Promoción V de Pilotos Aviadores.

En enero de 1972 el portaaviones se trasladó a los Estados Unidos para traer en su hangar los aviones Douglas A-4Q Skyhawk recién adquiridos. Yo no fui de la partida; en diciembre de 1971 me comunicaron que había sido designado para integrar la comisión de traslado en vuelo desde los Estados Unidos de tres Pilatus PC-6B/H2 Turbo Porter, fabricados bajo licencia en la Fairchild, y que se habían adquirido para Propósitos Generales. Para esa fecha se operaba uno en la Antártida como transporte ligero, y había protagonizado el salvamento de científicos de la base británica Fossil Bluff en agosto - septiembre de 1971, entre sus múltiples actividades.
A mediados de enero del siguiente año llegábamos a Washington, en un duro invierno, las tres tripulaciones compuestas de piloto, copiloto y mecánico.
Realizados los trámites de rigor en esa ciudad, permisos de sobrevuelos y visas para los diferentes países a recorrer, nos instalamos en Hagerstown (Maryland) para recibir las clases teóricas del avión y la correspondiente habilitación en vuelo diurno y nocturno. Era mi primera experiencia en turbohélice, ya que una Pratt & Whitney PT-6-A-20 de 550 HP, con hélice tripala era el propulsor.
En una semana completamos el adiestramiento, la recepción de los aviones con vuelos de aceptación y afinamos los detalles de la navegación que sería en formación y bajo condiciones visuales.
De los tres aviones, dos estaban equipados con tanques de ala suplementarios; al tercero para que tuviera la misma autonomía de vuelo se le habían instalado dos tambores de 200 litros cada uno en el interior de la cabina de pasajeros, y una bomba eléctrica y tuberías para trasvasar el combustible al sistema del avión.
La alimentación al motor desde estos tambores se haría una vez en vuelo nivelado de crucero, cortando la alimentación desde en tanque integral del ala y conectando la bomba eléctrica del sistema de tambores. Se debería vigilar atentamente la presión de combustible por posibles caídas en caso de existir aire atrapado en la tubería, e inmediatamente conectar la alimentación del avión para evitar la “plantada” de la turbina. Tampoco existía un indicador del combustible remanente en los tambores, por lo tanto debía calcularse por tiempo y flujómetro lo consumido y estar muy atento a la caída de presión para retomar del tanque principal. El mecánico cada tanto golpeaba los tambores y afinaba el oído para adivinar cuanto restaba en el interior.
Yo era el más moderno de los tres pilotos - los dos restantes eran Tenientes de Navío-, así que me hice cargo del engendro.
El Porter es un pequeño avión de 11 metros de largo y una envergadura de 15 metros, con gran capacidad de carga; siete pasajeros o 1000 kilogramos y preparado para aterrizajes y despegues en campos muy cortos.
Equipado con ruedas muy anchas en su tren fijo, de tipo convencional, le permite la operación en terrenos poco preparados y también tiene la posibilidad de instalación de esquíes para la nieve.
Si bien es un avión sencillo, la utilización del modo Beta en la aproximación final causaba imprecisiones en el momento de nivelar para el toque, con oscilaciones en la nariz que podía llevar al toque de las palas de hélice en caso de descuido.
Para quienes habíamos volado con tren convencional, el problema era menor; no así para los tres copilotos que estaban acostumbrados al tren triciclo. Lo único extraño era volar con la mano izquierda sobre un bastón en lugar del volante típico en una disposición de controles para piloto y copiloto.
Para fines de enero, con unas 15 horas de vuelo en el avión, dejábamos Hagerstown para ir a Spartanburg en Carolina del Norte. Realizábamos el vuelo a bajo nivel para no entrar en aerovías y a la velocidad muy baja de crucero del avión, unos 200 kilómetros por hora. El copiloto del avión líder, el Teniente de Corbeta Jorge Cuyas se ocupaba se las comunicaciones. Hasta la primera escala el tiempo nos acompañó, luego comenzó a nevar con cielos cerrados durante cuatro días.
En la pequeña ciudad ya éramos conocidos. Todas las mañanas dejábamos el hotel para ir al aeropuerto a esperar que mejorara. Cuando caía la noche ya habíamos hecho nuevas reservaciones y así al siguiente día. Nos hicieron reportajes en el Aeródromo, que fueron publicados en el diario local con profusas fotos de los Argentinos y los simpáticos aviones que trasladábamos.
El último día de enero cumplimos la etapa a New Orleans. Lo que me llamó más la atención en ambas navegaciones fue la cantidad de aviones que cruzamos en vuelo, algo inusual cuando uno volaba en nuestro país y más en la Patagonia.
Con los diferentes niveles de vuelo en las aerovías, otorgados por las autoridades de control, aviones de todo tipo, civiles y militares, concurríamos a esas áreas de tanta densidad de vuelo.
Luego de haber conocido la Bourbon Street y el río Mississippi, bordeando el golfo de México nos dirigimos a la ciudad de Brownsville, en la frontera con ese país, previa escala para completar combustible en Galveston. Habíamos empleado casi 16 horas para recorrer el territorio de los Estados Unidos.
En Veracruz, nuestra siguiente escala, ya en México, realicé un turno de vuelo de instrucción en pista para habilitar a los tres copilotos que no habían completado todos los aspectos del aterrizaje en campos cortos y especiales.
El primer cruce de la cordillera lo hicimos entre Veracruz y la cuidad mexicana Tapachula sobre el Pacífico, luego de un frustrado intento por nubosidad que nos obligó a regresar.
El cruce requirió no sobrepasar los 3000 metros, altura sobre la cual deberíamos usar oxígeno, por no tener el avión cabina presurizada. Tampoco tenía instalación para el uso de oxígeno.
La real aventura comenzaba. Volar Centro América hasta Perú, sobre un tupido manto verde que desde la línea de costa hacia el interior, trepando las elevaciones, le daba una continuidad sólo interrumpida por algún lago o altas montañas.
Tratábamos de volar sobre la línea de playas para tener la posibilidad de un aterrizaje en caso de fallas del único motor. La selva, de enormes árboles, no era el mejor lugar para intentar aterrizar en emergencia, por el consiguiente peligro de desaparecer de la superficie verde y quedar varios metros abajo sin posibilidad de rescate en caso de sobrevivir el aterrizaje. Muchos aviones han sido “tragados” literalmente en esas zonas. Comentábamos risueñamente que tampoco el mar era buen lugar, por los tiburones, y en las playas podíamos observar grupos de chozas e indígenas en canoas recorriendo ríos que desembarcaban al mar. ¿Serían reductores de cabeza?. En fin, debíamos confiar en la PT6 y no hacer otra cosa más que admirar la naturaleza desde ese lugar tan privilegiado que se desplazaba bajo y lento, muy lento.
De esta manera fuimos completando etapas, primero El Salvador, luego Costa Rica y más tarde Panamá.
Debíamos volar evitando las horas de máxima inestabilidad meteorológica, luego del mediodía, cuando se formaban nubes de desarrollo vertical con fuertes lluvias. Volamos siempre esquivando los Cumulus Nimbus tan comunes en esa región. De las nevadas de Spartanburg, habíamos pasado a las tórridas temperaturas durante el día y la noche.
La siguiente escala era uno de los vuelos mas comprometidos. El tramo a la ciudad de Cali en Colombia no tenía prácticamente alternativas y deberíamos cruzar la cordillera para llegar a esa ciudad que nos ofrecía combustible JP-1 para las turbinas.
Hasta Panamá habíamos tenido un buen apoyo meteorológico, donde la Base Americana Howard era el último punto con excelente información.
El largo trecho desde Panamá a Colombia se cumplió sin problemas hasta llegar a la cordillera, que debíamos pasar para entrar en Cali. Una compacta nubosidad tapaba los valles del acceso y sin posibilidades de ir por arriba de las nubes por falta de equipo de oxígeno, debimos recurrir a la alternativa, el aeródromo de Buenaventura sobre la costa. En esa época de Aeródromo sólo tenía el nombre: era una picada en la selva, pista de césped despareja, una construcción de madera a modo de torre de control a donde el operador, con el torso descubierto corrió a cubrir las comunicaciones ante la presencia de los tres aviones que evolucionábamos en la zona.
Luego del aterrizaje pudimos confirmar, que como decían las publicaciones de tránsito aéreo, no tenían combustible para turbinas.
Debíamos esperar el siguiente día para intentar nuevamente entrar en Cali, a efectos de poder cargar combustible y seguir.
Luego de amarrar los aviones, iniciamos el traslado a través del camino fangoso rodeado de selva hacia el pueblo a bordo de la caja de un viejo camión que era el único vehículo en el lugar. Gracias al edificio del destacamento de la autoridad marítima, pudimos pasar la noche en una habitación.
Para entrar y salir de Cali al día siguiente, tuvimos que volar algo por arriba de los 3000 metros, y por poco tiempo superamos los 4000, cosa que no llegó a afectarnos.
Luego de completar el combustible y de reparar una pérdida de aceite que a través de una manguera de lubricación tenía uno de los aviones, -y de intensificarse ponía en riesgo la operación del motor-, nuevamente sobre la selva Colombiana nos dirigimos a Guayaquil.
En esa ciudad y posiblemente por la ingesta de agua en destinos previos, uno de los pilotos debió ser internado por la deshidratación que presentaba por diarrea y vómitos. En la siguiente etapa a Lima, con escala en Talara, mi copiloto, el Teniente de Fragata Urtubey voló a la izquierda del convaleciente Teniente de Navío Oscar Arce, mientras que el Teniente de Corbeta Carlos Perrone lo hacía conmigo.
En Lima debimos realizarle a los aviones las inspecciones correspondientes a 50 horas de vuelo que habíamos ya registrado.
Para cruzar la cordillera con un nivel de 3000 metros debíamos llegar a Puerto Montt.
Primero volamos el desértico sur de Perú y norte de Chile, haciendo escala técnica en Arica para luego arribar nocturno a Antofagasta después de 8 horas de vuelo en el día. En la jornada siguiente arribamos a Santiago, luego de una escala técnica en La Serena, a partir de la cual el paisaje dejaba su aspecto desértico para mostrar el verde de su terreno corriendo entre la cordillera de los Andes y el Océano Pacifico.
Más al sur, en clima templado, habiendo despegado desde Puerto Montt luego de cargar combustible y dejando el Tronador a nuestra derecha, mientras ingresábamos por el valle con 3000 metros, poníamos proa a la Base Aeronaval Trelew, sobrevolando el Nahuel Huapi.
Al jefe de la comisión, el entonces Teniente de Navío Enrique Isola lo esperaba la familia en esa Base, que sería asiento de los aviones conformando la Escuadrilla de Propósitos Generales.
Arribamos dos días después a la Base Espora luego de 26 días de navegación, con 20 escalas y más de 75 horas de vuelo. Stella, al ver los aviones, no podía creer que con ellos hubiésemos viajado desde los EE. UU. Yo tampoco, pero era una realidad.
Después de la presentación de los aviones y algunos vuelos demostrativos de sus capacidades, entre las que se contaba despegar y aterrizar con muy poco viento en la hache pintada para operación de helicópteros, los aviones regresaron a su definitivo asiento, pero yo permanecería en Espora. Había sido destinado a la Segunda Escuadrilla de Ataque y sería adiestrado en el país como oficial señalero de aterrizaje en portaaviones, curso que normalmente se realizaba en los Estados Unidos.